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Memorias contaminadas

Uno de los trabajos que más me gustaba realizar era el de ayudar al Viejo, como cariñosamente llamábamos al monje más antiguo de la Orden, a cuidar del jardín del monasterio. Aprendí que todo en el mundo reacciona según la exacta medida de nuestros sentimientos, en un intercambio incesante. Con las plantas no es diferente. Adicionalmente, conversaba con el monje y oía su conversaciones con otras personas. Todo era aprendizaje. En aquel día, lo recuerdo bien, el frío no era muy intenso, el cielo estaba azul y el calor del sol brindaba una agradable tibieza al cuerpo, cuando el monje fue sorprendido por la visita de una sobrina. La joven, alrededor de los veinte años, estaba con el alma agitada; no podía alinear sus ideas y sentimientos. El motivo era la relación con su padre. Desde la cuna la joven vivió apenas con la madre, quien pronto se casó y tuvo otro hijo. Siempre tuvo una buena convivencia en casa con el hermano y el esposo de la madre. El padre, pese a las grandes diferencias con la madre, nunca dejó de buscar a la hija, aunque no de la manera que la muchacha deseaba. En los últimos tiempos los intentos del padre para estar más presente le incomodaban de tal manera que no sabía explicar, aunque no lo admitiera, lo que demostraba una oscura laguna sentimental que necesitaba ser coloreada. Ella generalmente no reaccionaba bien a esas investidas paternas.

Sentados en una banca de piedra la joven recitó un rosario de situaciones pasadas en las que señalaba la ausencia del padre y en las cuales consideraba que él debía haber sido protagonista. Su presencia, ahora más intensa, la hacia sentir de alguna manera incómoda. El Viejo la escuchó con enorme paciencia hasta que agotó todas las críticas. Después le dijo con ternura: “Existe un mar de resentimientos y al parecer te ahogas en él. Sobrevivir en las aguas del resentimiento sólo es posible con el salvavidas del perdón; perdonar es respetar el derecho del otro a tener las mismas e infinitas oportunidades que tu tuviste o tienes”. Miró a la sobrina a los ojos y le preguntó: “¿Dónde estarías si a cada error no te fuese permitido renovar las oportunidades?” Sin esperar respuesta, complementó: “Solamente el conocimiento de sí mismo concede las bendiciones de la tolerancia con toda la gente, escalón fundamental para la paz”.

La joven sosotuvo que la falta de cariño estaba ligado a la memoria de muchas decepciones. En ese sentido contabilizaba fines de semana en que él no apareció o en fiestas escolares en las que no se hizo presente. El monje la miró con dulce compasión y dijo: “Es muy cómodo elegir a alguien para ser el responsable de todas nuestras tristezas y frustraciones. Esto nos disculpa del esfuerzo transformador al ofrecer siempre lo mejor. Evita el trabajo de entender al otro, aprender sobre nosotros y buscar soluciones diferentes que traigan armonía y equilibrio en la convivencia. Así, la supuesta víctima siempre clama por cambios en el comportamiento ajeno y olvida que la vida no compagina con el estancamiento ni con lamentos. Se niega a entender la parte que le corresponde. El sufrimiento estará siempre al servicio de una visión equivocada sobre todas las cosas”.

La sobrina se irritó con el Viejo, se dio un golpe de pecho y lo cuestionó preguntando si él no creía en sus memorias, en las situaciones que ella había vivido, en todo lo que sufrió. Él la agarró de las manos con ternura y le dijo: “Estoy absolutamente convencido de que todos tus relatos son reales. Percibo tu dolor, pero sé cómo la memoria esta contaminada por el ambiente en que vivimos, se altera por el nivel de consciencia que alcanzamos y, principalmente, se mezcla con el bagaje emocional que cargamos. Este paquete tiene el poder de nublar la mejor verdad. Mientras creas que cada ausencia de tu padre se transformó en una deuda afectiva que nunca podrá ser saldada dada tu necesidad de verlo como eterno deudor, no conocerás la fuerza liberadora del perdón, no experimentarás todo lo bueno que habita en ambos y, por tanto, no te permitirás la miel de la vida”.

Irritada, la joven volvió a relatar las esperas en vano, los paseos que nunca sucedieron, los abrazos que deseaba y no existieron, los besos que se disolvieron en el aire. Le preguntó al tío si él despreciaba sus sentimientos y todo lo que había vivido. El monje mantuvo la serenidad en su tono de voz: “Claro que no, mi querida. Apenas percibo tu insistencia en cargar un inútil libro contable, en el cual contabilizas tus penas, o los supuestos errores de tu padre. Mientras mantengas el mismo comportamiento, no habrá avance. Es indispensable quitarse la ropa pesada y oscura de la memoria y prestarle una más suave y colorida que permita mayor desenvoltura en tus próximos pasos. Es necesario otra visión. Recordar los eventos escolares a los que él asistió y permaneció sentado en un rincón sin alguna atención, haciendo el papel de extra; los fines de semana que fueron cancelados porque tu tenías un programa más interesante con tus amigas o alegabas estar resfriada; de los encuentros en los que te comportaste de manera tan reactiva que se volvieron aburridos dificultando cualquier manifestación de cariño”.

“Recuerdo haberlo encontrado cierta vez después de una fiesta de cumpleaños y le pregunté el motivo de su ausencia. Él confesó, con los ojos mojados, no haber sido invitado”, hizo una breve pausa y concluyó: “Si por un lado él no fue el mejor padre que podría haber sido, por el otro, fue el mejor padre que le fue permitido ser”. La sobrina bajó los ojos, el Viejo le acarició el rostro y prosiguió con dulzura: “No hay perfección en ninguno de los lados. Tu madre es mi hermana, sé que es una dulce criatura y que te crió con enorme amor, pero también sé del sufrimiento de ella con tu padre, de los celos del marido. Entiende que el ambiente era hostil para que una niña desarrollara la mejor imagen del padre, aunque sin cualquier acusación frontal. Tu memoria afectiva de la relación paterna quedó contaminada. ¿Errores de tu padre? Hubo muchos, sin embargo no fue un privilegio exclusivo. Todos tropezaron. Todos tenían motivos y justificaciones. Entender esto es comprender el significado mayor de la valiosa lección de ofrecer la otra cara, al permitirte ver a través de la óptica ajena. Esto no significa necesariamente darle la razón y sí respetar las sagradas razones del otro”.

Permanecieron algún tiempo en silencio hasta que la joven dijo que estaba dispuesta a darle una segunda oportunidad al padre. “Al hablar de una segunda oportunidad ya te colocas en un nivel distinto al de él, en posición superior, manteniendo el abismo que siempre los separó. ¿Por qué hablar de segunda oportunidad? ¿Será que él tuvo una primera? Ustedes se separaron desde temprano y la convivencia sufrió muchas interferencias indebidas. La convivencia entre padre e hija nunca tuvo la paz necesaria para florecer. Intenta acallar la voz del mundo, aquella que siempre señala los defectos de todos; escucha en el silencio lo que el corazón susurra al indicar la belleza existente en cada uno de nosotros. Es necesario consolidar las fracturas emocionales; descontaminar el pasado. Sólo así será posible la ligereza imprescindible para seguir en el Camino”. Hizo una pequeña pausa y finalizó: “Comúnmente imaginamos que nuestro discurso nos define; mera bobada. Muchos creen que nuestras acciones tienen la autoridad para hablar por nosotros; pura verdad. Sin embargo, nada revela mejor la esencia del alma que la manera como reaccionamos a cada movimiento del otro; este es el perfecto espejo. Toda convivencia trae en sí maestros ocultos. Agradece por todos ellos”.

El monje abrazó a la sobrina y le dijo: “A pesar de todos los desencuentros y espinas, nunca te olvides de lo más importante: tu padre nunca te abandonó. Durante todos estos años él se esforzó, dentro de los límites de la propia capacidad, para estar a tu lado. Si miras al margen de los resentimientos y decepciones, encontrarás el amor que tu padre siempre quiso ofrecerte sin haberlo podido entregar. La dificultad en aceptar el amor de tu padre puede estar en el miedo a derrumbar la imagen que tenías de él y de ti misma y a aceptar que todo lo que viviste hasta ahora haya sido una equivocación o una farsa. Renunciar al cómodo pero a la vez paralizante papel de víctima no siempre es fácil. Encara la oportunidad de escribir una nueva historia, en la cual haya lugar para la felicidad. Negar una oportunidad al amor es la mayor de las equivocaciones”.

La joven, con una lágrima escapando por los ojos, dijo que una buena sensación le invadía el cuerpo y que buscaría al padre en aquel mismo día para obtener los abrazos perdidos. Le dio un beso en la mejilla al tío y partió casi saltando, como si fuera una niña que descubre que el mundo puede ser un buen lugar. A solas con el Viejo le pregunté quién creía que tenía la razón en aquel embrollo. Él me miró con la piedad de quien tiene que explicar lo obvio y dijo: “Esto es lo que menos importa. Para todo hecho existen como mínimo dos versiones más allá de la verdad”. Hizo una pequeña pausa y concluyó: “La magia de la vida está en los encuentros. Allí te revelas, superas y entregas lo mejor de tí. Sólo entonces, más leve por haberte quitado tanto peso de la espalda, estás en condiciones de seguir adelante”.

Gentilmente traducido Maria del Pilar Linares.

 

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