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El puente hacia la felicidad

El Viejo y yo, como cariñosamente llamábamos al decano de la Orden, llegábamos al monasterio después de un viaje cuando fuimos abordados por un joven en el portón, quien de manera educada le pidió al monje que le dedicara dos minuticos para conversar. Desconociendo el cansancio, el Viejo invitó al visitante a tomar un café en el refectorio donde podrían charlar con más calma. Mientras calentaba el agua, yo escuchaba la conversación de los dos. El joven se mostró desilusionado del mundo. Ninguna de las posibilidades que la vida  le presentaba le era satisfactoria ni lo hacía un hombre feliz. Se sentía amarrado a las estructuras impuestas por la sociedad, a la cual culpaba de su agonía; se sentía incomprendido por amigos y parientes, causantes de su insatisfacción.  El monje rápidamente ponderó el raciocinio del visitante: “Nadie puede impedirte ser feliz, salvo tú, a tí mismo. No transferir responsabilidades es un buen inicio”.

El joven dijo que estaba cansado de la tristeza y del sufrimiento que lo acompañaban desde hacía mucho tiempo. Confesó no saber qué hacer. El monje lo miró con bondad, esperó que les llenara las tazas con café, se sirvió un pedazo de torta de avena con frutas silvestres y dijo: “La vida dispone a cada cual, de acuerdo al nivel de consciencia y amplitud amorosa, las perfectas condiciones para la búsqueda de la felicidad, la cual está oculta en lo más íntimo de cada ser, con la justa intención de que el viaje sea interno para que todos tengan acceso. Cada paso es una etapa de la evolución a la que todos estamos destinados”. El joven lo interrumpió y dijo que no sabía por dónde comenzar. El Viejo explicó: “La estación inicial es una sala con espejos que tiene por objetivo mostrarle al viajero todas las heridas de su alma, inclusive aquellas que él niega o relega al olvido. Son traumas, resentimientos, infortunios, decepciones y otras fracturas sentimentales que le impiden caminar; son las sombras que, al ser ignoradas, alimentan el sufrimiento con la falsa ilusión de estar saludables. El conocimiento sincero sobre sí mismo y el coraje para la superación son partes esenciales del tratamiento; amor y sabiduría son los ingredientes del remedio; la plenitud es la cura”. Hizo una pausa y concluyó: “En el camino hacia la felicidad el andariego tiene que atravesar un puente. Dos pilares lo sostienen. Este es uno de ellos, la plenitud”.

El chico rápidamente preguntó cuál era el otro pilar. El monje respondió: “La libertad”. El joven le pidió que profundizará y el Viejo lo atendió: “Todas las formas de dependencia, sea afectiva, material, social o cultural, son cárceles de la existencia y todas se desmoronan en el aire al transformar la visión y las elecciones. Pronto, el ser libre tiene por principio no cambiar el eje de la responsabilidad que le corresponde en la conquista de la propia felicidad. Cada vez que le atribuimos a alguien la causa de nuestra insatisfacción o tristeza renunciamos a la libertad de efectuar las transformaciones que podríamos operar en nuestras vidas. Así, cada cual se condena a  un periodo más de estancamiento. Aceptar que los obstáculos no son impedimentos, sino trampolines para la evolución es una actitud típica de las personas libres. La libertad nunca será un regalo concedido por alguien y sí una construcción consciente y valiente, vivida a través del perfeccionamiento de las elecciones personales, necesarias cada vez que alguna situación intenta oponerse a la felicidad. Lo que muchos consideran como un muro que obstruye el camino, el ser libre lo interpreta como el momento adecuado para usar las alas y sobreponerse a aquello que lo oprime. La dignidad es el único límite para la libertad”.

El joven quiso saber en dónde podría adquirir mayores conocimientos sobre el asunto. El Viejo arqueó los labios con una leve sonrisa y respondió: “En la vida. Los verdaderos maestros están escondidos en cada conflicto o problema que se presenta. Las oportunidades son tantas que desbordan. Cada dificultad indica una posibilidad de transformación y avance. Cada obstáculo ofrece la oportunidad para la evolución en el ver, sentir y actuar; de hacer diferente y mejor. Cada conflicto contiene la exacta lección en la cual el aprendiz está en condiciones de avanzar. El universo, en su inconmensurable sabiduría, no va a suministrar clases de trigonometría a almas del jardín de infancia”. Hizo una breve pausa y acrecentó: “No obstante, comúnmente nos comportamos como aquellos niños que quieren tan sólo la diversión proporcionada por la escuela y torcemos la nariz a la hora del esfuerzo necesario para el estudio y el enfrentamiento de las pruebas. Entonces reclamamos del colegio, de los profesores y de los amiguitos, como causantes de nuestra dificultad, olvidando que nos negamos a hacer la parte que nos correspondía. Así, repetimos de año; no por casualidad la vida es un enorme ciclo compuesto de muchos ciclos menores que se repiten indefinidamente hasta que aceptemos la evolución. Por tanto, las lecciones se vuelven más severas, no como castigo sino por el amor de los profesores hacia sus alumnos”. Miró con dulzura al muchacho y le preguntó: “¿Percibes que todos ya tienen sus maestros? ¿Qué las fuentes de sabiduría son abundantes y emanan por todo lado? Podemos aprovecharlas o no. Sólo necesitamos de la mente despierta y del corazón abierto para aprovechar las clases ofrecidas”.

El muchacho dijo que empezaba a entender y que pronto comenzaría a construir los pilares de la plenitud y de la libertad para atravesar el puente hacia la felicidad. Hizo mención en despedirse cuando fue sorprendido por el monje: “Los pilares de nada sirven sin el piso del puente para apoyar los pies”. El joven preguntó cuál sería el piso del puente a ser recorrido. El Viejo frunció el entrecejo y dijo: “El amor”.

“La plenitud y la libertad no pueden conducirnos al aislamiento ni al egoísmo. La búsqueda desenfrenada por la sensación maravillosa que proporcionan pueden llevar a la ilusión de la victoria al ignorar al otro; tener disculpa por falta de tiempo; envolver con el manto sombrío de la indiferencia; convencer que seguir adelante es lo mismo que atropellar a quien, por descuido o de propósito, se opone a nuestra trayectoria hacia la felicidad; nos excusamos de ayudar bajo las más tortuosas justificaciones. En fin, con frecuencia nos volvemos egoístas en la búsqueda de la felicidad. Acabamos generando conflictos innecesarios, distanciamientos, volvemos a abrir heridas al traer un enorme equipaje de abandonos y sufrimientos. De esa manera, en contravía del deseo de volar tomamos decisiones que nos mantiene en una terrible cárcel sin rejas; al ansiar la cura olvidamos usar el remedio”.

“Para alcanzar la felicidad es necesario invertir los valores. Ser libre es una elección individual, pero necesitas del otro para ejercitar el desapego a las viejas formas. Tu no necesitas autorización de nadie para ser pleno, pero necesitas del otro para que florescan tus mejores virtudes. Es en la convivencia que entendemos nuestras reacciones y cuánto nos falta por aprender. La evolución es personal, pero es imposible evolucionar sólo. Por ello la necesidad del amor para que libertad y plenitud no sean partes disonantes de un puente inacabado. El amor, en esencia, y por ser esencial, enseña a transformar todo aquello que no es imprescindible. El andariego al saber que está lejos de la perfección, nunca olvida que siempre puede ser diferente y mejor. Esto es liberador. En el egoísmo no existe libertad, tan sólo individualismo. En la ausencia de amor no existe plenitud, sólo vacío. La caridad, la compasión y la misericordia son extrañas virtudes que nos enseñan que el amor es una compleja ecuación que a medida en que dividimos las partes multiplicamos el todo. Esto es vivir el amor en toda su plenitud”.

El muchacho argumentó que si necesitamos del otro dependemos de él y por lo tanto no se puede hablar de libertad o plenitud. El Viejo le ofreció una bella sonrisa y dijo: “Necesitamos relacionarnos con otras personas, no obstante la felicidad no depende de las actitudes ajenas; no importa como el otro actúe o reaccione, nada de lo que haga será suficiente para impedirte seguir en frente. Basta el sincero sentimiento de que en aquel momento ofreciste lo mejor. Nada se puede hacer si el otro no entendió o no aprovechó. Tan sólo acepta que él aún no estaba listo para comprender y usufructuar de la belleza del momento. No insistas en convencerlo, esto es esfuerzo de tontos. No hay necesidad de sufrir pues en algún momento, tarde o temprano, él entenderá y entonces seguirá; la dificultad es de él, aunque cuente con tu honesta solidaridad, no puede impedir que sigas tu jornada personal. Nunca te olvides de amarte a tí mismo mientras amas a otro. Esa es el maravilloso equilibrio alcanzado a través de la armonía entre la libertad y la plenitud.”.

“La felicidad se procesa según las transformaciones personales y el perfeccionamiento de tus elecciones. Cada persona a su ritmo según su nivel de consciencia y amplitud amorosa, sin embargo todos conectados. Del mismo modo que la soledad y la quietud son fundamentales, la convivencia con toda la gente es parte primordial del refinamiento del alma, sea en la superación pacífica de conflictos, sea en el ejercicio de lo mejor que habita y fructifica en el corazón. Una simbiosis sagrada entre aprender con algunos y enseñar a otros. El otro no es tan sólo un aliado o un villano en el Camino, sino tu contrapunto y espejo, al permitir que entiendas las aristas que aún necesitan ser trabajadas. Así caminamos todos, pero cada cual seguirá adelante en marcha propia, según las lecciones aprendidas, los ciclos terminados, las transformaciones personales ya integradas al alma y compartidas con el mundo”.

El joven bebió el resto de café y confesó que entendía tan sólo en parte todo lo que el monje le había explicado y que reflexionaría sobre aquella conversación para que las nuevas ideas pudieran encontrar su lugar. El Viejo balanzó la cabeza concordando y finalizó: “Fuímos acostumbrados a pensar la felicidad como algo externo, ligada a las conquistas materiales, al éxito y a los aplausos; aunque sean cosas agradables, no percibimos como todo esto es vano, efímero y, lo más grave, genera aprisionamiento. Terminan volviéndose fuentes de agonía, tristeza y sufrimiento por ser ajenas y estar más allá de nuestra capacidad personal de decisión y gerenciamiento. Entonces nos lamentamos por las frustraciones, dejamos de ejercer el verdadero poder que nos cabe y que define la paz y la felicidad de los días próximos: las infinitas posibilidades cuando se tiene una visión iluminada; la capacidad transformadora de las elecciones disponibles a todo momento; la verdadera riqueza traída por los buenos sentimientos. Vivimos con gusto amargo al no entender que la miel de la vida brota de dentro y no de fuera de cada uno”.

Gentilmente traducido por Maria del Pilar Linares.

 

 

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