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El muro

El edificio del monasterio es una sólida construcción con paredes de piedras que atraviesa los siglos con la misma firmeza de la montaña que lo abriga, o casi. Uno de los muros comenzó a dar señales de deterioro y fui el responsable por el mantenimiento. Entre las múltiples opciones, escogí una constructora cuyo dueño era un amigo de la época de colegio y que aparentemente tenía la capacidad de llevar a buen término la tarea. A pesar de todos los avisos de que no se trataba de un simple arreglo y sí de una restauración, en la cual todas las características originales debían ser mantenidas, el resultado fue desastroso. Yo estaba muy irritado cuando me encontré con el Viejo, como cariñosamente llamábamos al monje más antiguo de la Orden. Era fin de tarde, horario en el cual él se dedicaba a la lectura. Me pidió que lo acompañara hasta la biblioteca. Nos sentamos en confortables poltronas al lado del enorme ventanal, teniendo como paisaje el bello bosque de los alrededores. Nos servimos dos tazas humeantes de café. En seguida comencé a recitar mi rosario de lamentos sobre la reforma del muro. Le dije que estaba muy decepcionado con aquel amigo, quien hizo un trabajo muy inferior a lo contratado y, lo peor, a lo prometido. El Viejo comentó con dulzura: “De hecho quedó muy mal, tendremos que rehacerlo”.

Le dije que lamentaba la elección, aunque ya había tomado las medidas necesarias. Había enviado un duro mensaje relatando la queja, exigiendo que el muro fuese rehecho dentro de los estándares exigidos. No satisfecho, lo llamé y le hice críticas con duras palabras. El monje me observó con ojos repletos de compasión y preguntó: “¿Cómo te sientes?” Le confesé que estaba mal, una mezcla de sentimientos que migraban entre la tristeza de haber peleado con un amigo y la rabia por haberme decepcionado. El Viejo refutó: “Esto es mucho peor que lo del muro mal remendado. Nadie precisa de un muro perfecto para ser feliz; de un corazón tranquilo sí”.

Acrecenté que no debíamos ser indulgentes con los errores, pues en caso contrario la humanidad no avanzaría. El monje frunció el cejo y dijo: “La mejor manera de cuidar del mundo es perfeccionándose a sí mismo. No te detengas para criticar el nivel evolutivo de nadie, salvo el tuyo mismo. Entiende que cada cual tiene sus propias limitaciones y sólo ofrece  lo que tiene para dar. Seamos pacientes con las limitaciones ajenas para que podamos construir un ambiente de tolerancia y paz”. Hizo una pequeña pausa y concluyó: “El Universo, como buen educador, aplicará a cada cual la lección necesaria para apalancar las transformaciones indispensables que permitirán la adecuada evolución”. Cuestioné si no deberíamos manifestar el desagrado y luchar por nuestros derechos. El monje respondió de inmediato: “Siempre. No obstante, la forma que escogemos para hacerlo marca toda la diferencia y puede ser la frontera entre las sombras y la luz”.

Le dije que aunque había usado palabras duras, tan sólo había dicho la verdad. Era la mejor manera para que él aprendiera a esmerarse más o a no comprometerse con algo que no fuera capaz de realizar. El monje quiso saber: “¿Entonces por qué te estás sintiendo tan mal e irritado?” Dije que aunque había sido justo, me sorprendió que mi amigo hubiera quedado sentido. Algo que yo consideraba absurdo, pues el perjudicado no había sido él. El Viejo fijó sus ojos en los míos y dijo con ternura: “¿Percibes cuál fue el sentimiento que te movió al trazar las críticas? ¿Entiendes que la emoción que impulsó tus palabras no fue la de enseñar, y sí la de herir? Por esto estás sintiéndote tan mal”.

Estuve en desacuerdo vehementemente. Volví a insistir que me había atenido a la verdad y que mis palabras eran justas. El monje me corrigió: “No me cabe la menor duda de que te manifestaste en los exactos límites de la verdad. Sin embargo, dudo sobre el hecho de haber sido un acto de justicia”. Quedé indignado, era sólo lo que faltaba. El sujeto nos causó un perjuicio y como si no bastase, se convertía en víctima. El Viejo no dejó que mi impaciencia lo contagiara y continuó con su tono de voz suave: “No hay víctimas y, con frecuencia, repudio la figura de esa máscara que tanto atrasa la marcha de las personas. Pienso que todos deben entender la responsabilidad, no sólo de sus acciones sino también de sus reacciones. Devolver mal por mal no trae avance, solamente alimenta las sombras. Percibir el sentimiento que impulsa tu respuesta es la perfecta diferencia entre justicia y venganza; si quieres enseñar o tan sólo punir. La frontera entre la justicia y la venganza es el amor. No hay justicia sin que la decisión envuelva la realidad del perdón, sin que se le permita al otro la oportunidad de la renovación”.

“Esto tal vez explique el hecho de que te sientas tan mal, aunque hayas trabajado a penas con la verdad, perdiste la oportunidad de ser justo. La justicia está un escalón arriba de la realidad de los acontecimientos. Al menos en la acepción más elevada del concepto. Tal vez lo mejor para hacer es buscar a tu amigo y pedirle disculpas”.

No era en serio. O no podría serlo. El buen monje sólo podría estar bromeando. Yo había sido el ofendido, pasé por la verguenza ante toda la Orden por ser el responsable de aquella elección, estaba decepcionado con la palabra no cumplida de un amigo que conocía hace mucho tiempo y, ¿todavía tenia que disculparme? No, era mucha humillación. El Viejo volvió a corregirme, siempre con dulzura: “Sólo hay humillación cuando aceptamos la ofensa, nunca cuando ofrecemos lo mejor de nosotros. Entender las propias dificultades nos permite ser tolerantes con los límites de los otros. Así, restará la grandeza de la humildad”. Refuté diciendo que el hecho que originó toda la situación me daba toda la razón. El monje insistió: “Quién tiene razón es lo que menos importa. Lo importante es no perder la oportunidad para decodificar nuestros sentimientos; cuando nos ponen tristes están orientados por las sombras. Sin embargo, siempre tendremos la posibilidad de la transmutación, basta iluminarlos. Para ello, todo se resume en reinventar el contenido del binomio: entendimiento-elección. Así, nos permitiremos rodearnos de una esfera de alegría y ligereza a medida que osemos pensar diferente y abrirnos a la posibilidad de modificar nuestras elecciones para ofrecer lo que, hasta entonces, era inimaginable. La carga, hasta aquí pesada, se transformará en alas”.

Le dije que mi amigo era una persona muy orgullosa y su dolor era un truco para no admitir los propios errores. El Viejo explicó con paciencia: “El orgullo es una limitación del ego que, ilusionado por las sombras y movido por el miedo, piensa en protegerse. Tu no puedes permitir que el orgullo domine tus decisiones, bajo pena de contaminarte con el ambiente sombrío que aprisiona en una misma cárcel a todos los involucrados emocionalmente con la situación. Si él quiere insistir en esa reacción es su problema y no hay como impedirlo. Sin embargo, tu puedes liberarte de la peligrosa zona de tinieblas que tales emociones suelen encerrar. Por tanto, es necesario actuar de acuerdo con los movimientos de la luz en la práctica de tus sentimientos más puros y sutiles. Deshacer el mal practicado, aunque infinitamente menor al mal sufrido, es el camino hacia la plenitud”, concluyó con la mirada perdida en las montañas: “Ofrece lo mejor de ti siempre aunque el otro no lo quiera aceptar. La negativa es una dificultad de él. El perdón no precisa de consentimiento, es unilateral. Pides sinceras disculpas por tu error, perdona a quien te hizo mal, libérate de la masmorra creada por la situación y sigue”.

Argumenté que yo tenía que protegerme y no podía exponerme gratuitamente. El monje frunció las cejas y cuestionó: “¿Percibes que lo que roba tu paz es el ego que intenta  protegerse detrás de la sombra del orgullo, alimentado por el miedo de que el otro no reconozca tu razón? ¿Por qué el vicio por la aceptación y aplausos ajenos? ¿Por qué tanta dependencia? ¿Entiendes que es innecesario? Esta es la raíz de la desarmonía del ser y de todas nuestras relaciones. Sea cual sea la reacción de tu amigo, ella no puede impedir tu mejor acción. Esto te hace un espíritu verdaderamente libre”.

Permanecimos un largo tiempo sin pronunciar palabra. Le pedí permiso y me retiré. No estaba convencido sobre los argumentos del monje, pero quería reflexionar sobre ellos.

A la mañana siguiente nos encontramos en el comedor. El Viejo se aproximó sin que yo lo percibiera y me preguntó: “¿Qué sucedió? Tu expresión cambió, te ves más leve”. Le relaté que la noche pasada, después de meditar sobre nuestra conversación, llamé a mi amigo y le dije que, a pesar de que la obra del muro no fue del agrado, quería  disculparme por las palabras duras que había usado para manifestar mi insatisfacción. El fue amable conmigo, aunque no reconoció cualquier error de su parte. Alegó que no sabía que se trataba de una restauración, aunque le dije esto varias veces antes de la obra, pero no insistí más. Entendí que el argumento de él era un detalle sin importancia, pues cada cual siempre actuará de acuerdo con su exacto nivel de consciencia. El malestar fue deshecho y me restó la certeza de que la verdad, colocada de forma clara y tranquila es como una buena semilla que germinará después de la lluvia. Mi alegría había vuelto y con ella la paz.

El Viejo sonrió y dijo: “Esa es la lección del muro, en todas sus dimensiones existenciales”. Como mis ojos mostraron un enorme signo de interrogación ante esas palabras, el monje fue más claro: “La idea del muro, desde tiempos inmemoriables, está ligada a la necesidad de protección. No obstante, debemos tener cuidado con el muro que construimos para resguardarnos de la vida, pues el mismo muro que protege es el que nos impide ver e ir más allá. Vivir es mucho más que la seguridad intramuros, es el fantástico y definitivo vuelo sobre el abismo del miedo”.

Gentilmente traducido por Maria del Pilar Linares.

1 comment

Humanidad consciente enero 4, 2017 at 2:48 am

Quien eres Yoskhaz? Me encuentro muy contento de poder conocer el siguiente nivel de consciencia a través de tus inspirados relatos. Muchas gracias a todos los q gestionan este hermoso espacio.

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