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El equipaje

El Viejo, como cariñosamente llamábamos al monje más antiguo de la Orden, había sido invitado a dar una serie de conferencias sobre diversos temas en otro monasterio, bastante distante del nuestro, donde funciona una hermandad con preceptos distintos a los nuestros. En esencia, las diferencias nos aproximan más que alejarnos. En aquella época yo era el discípulo designado para acompañar al monje. Todos estaban encantados con el Viejo. Una imagen serena, siempre con una sonrisa discreta en el rostro, la mirada que reflejaba paciencia, las palabras sabias pronunciadas en voz suave y, principalmente, con actitudes, aún en los pequeños gestos, que desbordaban el más puro amor. Él decía que servir como ejemplo es el argumento más poderoso que alguien puede ofrecer; es la “verdad viva”. En dos ocasiones durante ese viaje, el monje me pidió que iniciara la conferencia del día con introducciones rápidas sobre el tema que él abordaría en seguida, hecho que me mereció algunos elogios, mucho más como reflejo de las clases del Viejo que por mérito propio. No obstante, yo estaba mal. Un alumno de aquel monasterio quien me cedió un espacio en su cuarto durante los días que allí permanecimos me venía perturbando con un torrente de críticas, ya fuera con relación al breve discurso con el que iniciaba las charlas, o a causa de algún comportamiento mío que él consideraba inadecuado. En todo veía defecto. Cuando el Viejo entró en el cuarto para saber si ya estaba listo para nuestro viaje de regreso, me encontró arreglando la maleta tal y como se encontraba mi corazón: en total desorden y descuido.

Cuestionado, le relaté los motivos de mi irritación. El Viejo me pidió que dejara de arreglar la maleta y que fuésemos a caminar un poco. Le recordé que teníamos que partir, y él dijo: “Es necesario entender lo que llevamos en el equipaje para proseguir el viaje”. Le dije que colocaba en la maleta apenas mi ropa y pertenencias personales. El buen monje señaló la maleta sobre la cama con la quijada y me corrigió: “No hablo de esa maleta”, colocó la mano en el propio pecho y complementó: “Me refiero al equipaje sagrado, aquel que llevamos en el corazón”.

Mientras paseábamos por el bello jardín de aquel monasterio, le conté sobre mi descontento con relación al otro discípulo. Hablé y hablé hasta que se agotaron mis quejas. El Viejo, que había escuchado todo con enorme paciencia, dijo: “Buda enseñaba que ‘siempre que permita que la rabia habite en mi, perderé la batalla’”. Hizo una pequeña pausa y continuó: “El mayor combate es aquel que libramos dentro de nosotros, al iluminar las sombras que nos habitan. Ellas son muchas y diversas: La rabia, la irritación y el sufrimiento son tan sólo algunas de sus muchas especies. La convivencia social trae a los aliados, aquellas personas que nos ayudan y fortalecen para mantener encendida la llama de la luz que ilumina nuestros pasos. Trae también a los adversarios, quienes parecen tener como misión la función de alimentar las sombras que se esconden en nosotros. Unos son tan importantes como los otros. Mientras los aliados colaboran de manera explícita al ayudar, los adversarios lo hacen de modo implícito al obstruir. Los antagonistas funcionan, a nivel del inconsciente, como maestros ocultos que nos suministran, a través del conflicto, la exacta lección, aquella para la cual ya estamos listos”. Lo interrumpí para decirle que no entendía. El Viejo explicó: “Al permitir la manifestación de mi sombra, tomo consciencia, no sólo de su existencia sino de cuánto me obstaculiza e ilusiona. Así, en caso de estar con la mente despierta, puedo iniciar el proceso de perfeccionamiento de esa faceta de mi ser”.

Le dije que no estaba entendiendo. El Viejo fue más didáctico: “Es como en una película. El bueno necesita del bandido para ejercitar sus capacidades. En caso contrario, vivirá una vida de estancamiento y una historia sin encanto o interés. De ese modo, entre más sofisticado sea el villano mejor será la historia, pues permitirá al héroe desarrollar poderes que aún desconoce y entonces superarse. ¿Percibes que es el conflicto el que mueve la narración? En la vida no es diferente. Cada cual es el héroe de su propia historia y, en consecuencia, termina siendo el villano de la historia ajena, pues de un modo u otro, siendo justos o no, en algún momento actuamos en desacuerdo con las expectativas de alguien. Para desempeñar su papel, el héroe necesita del villano para entender como reacciona ante las dificultades que surgen. ¿Cómo reaccionamos ante las adversidades? Esta es la perfecta regla que nos mide. Aprovecha la oportunidad para aprender sobre ti mismo; limar los ángulos que cortan, tanto a ti como a los otros; ofrecer lo mejor y avanzar, siempre en busca de la integridad y de la plenitud del ser”.

Le pregunté si el conflicto es, de hecho, necesario. El Viejo explicó con paciencia: “Vivimos en un plano de existencia donde los conflictos aún son importantes como instrumentos para la conquista de la armonía personal. La mayor prueba de esto es la existencia de las sombras personales. Mientras creas que tus frustraciones son motivadas por el otro, habrán conflictos y estancamiento. Percibir las sombras significa una invitación al enorme y fundamental trabajo personal. En las relaciones, a cualquier nivel, los interlocutores desagradables tienen la sagrada misión de hacer con que las sombras se manifiesten a través de la adversidad y de la contrariedad. Agradéceles por esto. Así será posible identificar e iluminar lo que precisa ser transmutado dentro de ti. Si prestas atención y hay sinceridad en la jornada del autoconocimiento, verás que el adversario nunca es el otro, sino tu mismo. Como un guardián del umbral, él tan sólo te mostró, aunque de manera grosera, dónde será librada la batalla para que el próximo portal del Camino sea traspasado”, apuntó a mi pecho y dijo: “Dentro de tí mismo”.

“¿Entiendes la importancia que cada persona tiene en tu vida?” preguntó el Viejo. Le respondí que no veía ningún valor en un sujeto que parecía perseguirme con el único fin de perturbarme. Dijo que quería vivir en paz con todos. El monje sonrió y dijo: “¡Exacto! Y porque aún no lo ha conseguido está en esta estación. Todos quieren vivir en paz, mas pocos están listos para asumir las propias responsabilidades evolutivas. Todavía prefieren el confort de distribuir culpas al azar. ¿Entiendes que el comportamiento de él, aunque inadecuado, trae valiosas lecciones?”. Le confesé que no podía ver nada de bueno en toda aquella molestia. El Viejo arqueó los labios con una linda sonrisa y las enumeró: “¿Percibes que algo en ti también incomoda a ese discípulo? Probablemente es una cualidad o un don que él admira mucho, pero al no poder administrar con humildad las virtudes que aún no domina, permite que la vanidad o la envidia se manifiesten a través de actitudes agresivas. También puede ser al contrario: él ve en ti una dificultad que también existe en él y que, inconscientemente, no puede admitir. Acaba reaccionando con duras críticas hacia ti para fantasear con la perfección que no puede alcanzar”. Le pregunté por qué tenía que ser así. El Viejo me ofreció una mirada repleta de compasión y dijo: “Así sucede con todos. Como las sombras tienen la función de camuflar las dificultades ante el propio ego, ellas van a apuntar la artillería hacia las características de otra persona, ya sea coloreando los defectos con fuertes matices o colocando eventuales fallas bajo un poderoso lente de aumento. Lo que incomoda a ese alumno no son los errores de Yoskhaz, sino las dificultades que él mismo tiene, con las cuales todavía no puede lidiar, o los escalones evolutivos que aún no puede alcanzar. ¿Percibes el truco de las sombras? Con la ilusión de proteger, ellas impiden la mejor visión. Así cada cual se vuelve la principal víctima de sus propias sombras y, lo peor, sin percibirlo. Entonces surge el villano en el intento de despertar al héroe adormecido en cada uno y en todos. Mientras no te entiendas a tí mismo, no podrás perfeccionarte. Por lo tanto, hay que tener paciencia con el otro y mucha atención para consigo mismo”.

“A su vez, mostraste una enorme dificultad con las críticas. Esta es la segunda lección”, continuó el monje. Contesté de inmediato y argumenté que las críticas eran injustas. El Viejo frunció el ceño y dijo con la voz dulce, pero repleta de seriedad: “No te vi cuestionando los elogios cuando los recibiste. ¿Serían todos debidos? Si ni todas las críticas son justas no todos los elogios son merecidos. Si por un lado no podemos permitir que ninguna crítica nos derrote, sino que sirva apenas de elemento de reflexión y transformación, de otro lado la sabiduría impone que la miel de los elogios no contamine al ego impidiendo los próximos movimientos hacia la evolución. Y una vez más cito a Buda quien nos enseña a recorrer el sendero del medio como punto de equilibrio, para que un extremo no elimine al otro y así no impida la conquista de la integridad del ser”.

Bajé la mirada y no pronuncié palabra pues sabía de qué estaba hablando el monje, pero tenía dificultades para vivir de acuerdo con aquel conocimiento, al no permitir que las lecciones se transformaran en sabiduría, como un pan que se pudre olvidado en el mostrador. El Viejo continuó: “Es justamente para encontrar esa armonía interna que volvemos al inicio de la conversación: aprender a hacer la maleta. Lo que llevamos en el equipaje define la manera como recorremos el Camino. Es preciso ligereza en caso de querer usar las alas. Por lo tanto, la maleta no puede cargar el plomo de la rabia, del sufrimiento, de la envidia, de los celos, de la inseguridad y otras tantas sombras, bajo riesgo de no poder moverse a causa de tanto peso. Son los vientos del perdón, de la tolerancia, del respeto y del amor que te impulsan hacia lo alto”. Hizo una pequeña pausa para que yo concatenara las ideas y concluyó: “Nada en nadie puede incomodarnos. Cuando esto sucede no lo dudes, hay algo errado en el propio equipaje. Es el momento de abrir y modificar su contenido”.

“No pierdas tiempo ni desperdicies energía lamentándote o intentando cambiar a los otros. Sólo los tontos hacen esto. Ofrece siempre lo mejor de ti y manifesta tu verdad de manera tranquila y clara. Después sigue. Cada cual tiene su propia jornada para transitar”.

“La plenitud es el sagrado arte de mantener la paz interna por encima de los inevitables conflictos externos. El hecho de permitir que el otro discípulo desestabilizara tu paz reveló las fragilidades que todavía necesitan ser perfeccionadas dentro de ti. No te olvides de agradecerle antes de partir”. Volví a quedar en silencio, meneé la cabeza concordando y, antes que pudiese hablar, el Viejo finalizó: “Estámos en la hora o perderemos el tren. Vé a buscar tu maleta en el cuarto”. Giñó el ojo de manera pícara y preguntó: “¿Ya sabes lo que vas a llevar en el equipaje de vuelta para casa?”.

2 comments

Cristina febrero 22, 2017 at 9:03 am

Cada ser que tiene a bien cruzarse en nuestro camino, nos sirve de instrumento de evolución de nuestro ser, gracias por este aporte tan maravilloso.

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Felipe maldonado agosto 24, 2017 at 11:14 pm

Gracias yoskhaz

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