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La Flor de la Sencillez

Estábamos el Viejo y yo, como cariñosamente llamábamos al monje más antiguo de la Orden, en una prestigiosa universidad para dar un ciclo de conferencias sobre las variadas faces de la inteligencia: cognitiva, emocional, artística y espiritual. Hablarían científicos, profesores, psicoanalistas, filósofos y artistas. En el intervalo, después de la reciente intervención de un famoso intelectual, fuimos a tomar un café. El otoño ofrecía un clima agradable y las mesas en la parte externa de la cafetería permitían una integración amena con el campus arborizado. El sol nos acariciaba entre las hojas. Le comenté al monje que no me había gustado el último conferencista. En verdad, adicioné que el discurso me había parecido innecesariamente rebuscado, pomposo, repleto de palabras no usadas en el día a día y, lo peor, confuso. El Viejo bebió un sorbo de café y dijo: “Las aguas necesitan ser turbias para no percibir que son rasas”. Le pedí que se explicase mejor. El Viejo fue didáctico: “Quien desea que sus ideas sean entendidas se expresa de manera clara, salvo que el fruto aún no esté debidamente maduro para ser recogido del árbol. Algunos confunden hermetismo con sofisticación. La verdadera sofisticación reside en la sencillez; consiste en hacer simple una idea elaborada o difícil. La sabiduría es sencilla; la sencillez es una virtud poderosa y rara, indispensable para otras virtudes”.

Le pregunté al monje si se refería a la humildad cuando hablaba de sencillez. Él meneó la cabeza antes de responder: “No. La humildad es otra virtud valiosa y aliada inseparable de la sencillez; ellas no se confunden, al contrario, se completan. Por ejemplo, sentir orgullo de la propia humildad es un contrasentido. Es necesario que la humildad, la virtud típica de los sabios, de aquellos que se conocen verdaderamente y se saben todavía incompletos, sea natural y simple, sin ningún mérito o vanidad, de lo contrario no podrán llenar lo que aún está vacío. El narcisismo es la raíz del ego y de todas las sombras que lo habitan; la humildad lo ilumina, la sencillez las disuelve”.

Argumenté que la sencillez tenía que ser sincera y honesta. El Viejo fue más allá: “En realidad ellas se integran. La sinceridad y la honestidad, otras dos virtudes, necesitan ser sencillas para existir. Sinceridad y honestidad sin sencillez no son virtudes; son tristes demostraciones de exhibicionismo”.

Reclamé que la sencillez no me parecía sencilla. El monje dio una carcajada y respondió: “El motivo es sencillo”. En seguida explicó: “Sencillez es la transparencia y la claridad del ser. Es lo contrario del subterfugio. El problema es que tenemos dificultad en admitir nuestras imperfecciones y conflictos internos, todo aquello que pueda avergonzarnos. En ausencia de la humildad creamos máscaras con la ilusión de protegernos de los otros y de nosotros mismos. Acabamos interpretando personajes ‘muy resueltos’ al creer que de esa manera será más fácil ser aceptados y amados, sin darnos cuenta de que esto sólo profundiza la herida y el sufrimiento. Cuando aumentamos el distanciamiento de nuestra esencia nos alejamos de la indispensable cura del ser. La sencillez es la guía eficiente que nos ayudará a atravesar el estrecho puente que aproxima al ego del alma”.

“La sencillez es el arte de la ligereza; la capacidad de verse a sí y mostrarse al mundo exactamente como somos. Defectos y cualidades; complicaciones y entendimientos; errores y aciertos; mentiras y verdades. Sí, somos imperfectos. No obstante, no es necesario ser complicados, ni fingir. Lo importante es estar conscientes, verse de manera amorosa y seguir en marcha rumbo a la plenitud. Sencillez es abandonar el disfraz del ego para dejar el alma desnuda. Sólo así podemos ver, entender y perfeccionar quienes somos. Esto trae magia”. Me miró de manera pícara y bromeó: “Es mejor que helado en el calor del verano”.

“¿Ya reparaste en cómo las personas sencillas son encantadoras?”, me preguntó. Estuve de acuerdo de inmediato. El monje explicó: “Es porque ellas están abiertas a las bellezas de la vida, tienen facilidad para relacionarse, no sienten vergüenza de ser lo que son; traen la magia del andariego, de aquellos que ansían aprender, transformarse y evolucionar. En el fondo este es el arte que todos, conscientes o no, desean para conducir la propia vida, por esto el encanto”. Guardó silencio durante un breve instante, como si procurase la mejor palabra antes de decir: “Las personas complicadas acaban volviéndose fastidiosas pues se ven con vanidad en vez de observarse con amor. Renuncian a la luz para esconderse en los rincones sombríos de la propia personalidad. Por tanto, el eje de la existencia queda perdido en favor de una configuración externa que nada agrega a la evolución. Las personas sencillas traen la ligereza de aquellos a quienes no les importan las críticas ajenas. No se preocupan con la imagen o la reputación. Esto es un problema para quien se mantiene en lo raso. El ser sencillo camina protegido por el escudo de la humildad. Conoce sus propias imperfecciones y reconoce la batalla interna que libra en busca del perfeccionamiento. Está concentrado en entender el peso que lleva en la espalda para transformarlo en alas”.

“Solamente la sencillez permite una vida sin mentira, sin exceso, sin pretensiones. Es percibir la fuerza de la esencia en detrimento de la fragilidad de la apariencia”. Argüí que las personas sencillas se me hacían poco elaboradas intelectualmente. El monje rebatió de inmediato: “La sencillez no es simplicidad. Esta sí te mantiene en la superficie de la existencia al insistir en la auto ilusión; la sencillez, al contrario de lo que muchos piensan, es una profundización en el verdadero yo sin angustia ni miedo, para conocer y, posteriormente, sin prisa, iluminar cada rincón oscuro del ser. Lo contrario de la sencillez no es la complejidad o la sofisticación; es la oscuridad”.

“Ser sincero es no simular ni esconder. Es vivir sin artimañas, sin segundas intenciones. Sin mentiras ante los otros y, principalmente, para sí mismo. Ser sencillo es no calcular ni complicar la sinceridad. Es dejar que la vida fluya con naturalidad, con coraje, con humildad, en paz”. Volvió a beber un sorbo de café y cuestionó: “¿Percibes que es imposible vivir el amor en toda su amplitud sin la presencia de la sencillez? ¿Entiendes que cada una de las virtudes es una flor indispensable en el jardín de la plenitud? Ser sencillo es simplemente ser. Es un escalón hacia la libertad. Es indispensable para atravesar el primer portal del Camino”.

Permanecimos buen tiempo en silencio para que las nuevas ideas se acomodaran en mí, hasta que comenté que nunca había pensado en la importancia y la sofisticación de ser sencillo. El Viejo arqueó los labios en una bonita sonrisa y dijo: “Nadie nace sencillo. Desde pequeños somos influenciados por muchos condicionamientos sociales y culturales que a menudo valorizan la importancia de la apariencia o de comportamientos enlatados para conquistar la admiración ajena. Esto hace que perdamos el respeto por nosotros mismos pues poco a poco nos alejamos de nuestra esencia, olvidando la importancia de su pulimento. El ser queda adornado por fuera, hueco por dentro. Todo se vuelve efímero y las relaciones se vulneran. Las consecuencias más comunes de ese sentimiento, que insistimos en negar, es la impaciencia, la agresividad, la tristeza o la depresión. Esto tal vez explique la necesidad de tantos adornos en el cuerpo, ¿quién sabe no son, en parte, para desviar la atención ante el abandono del alma? No es diferente la elaboración de un discurso complicado para explicarse a sí mismo. Sin percibir, la falta de sencillez acaba montando una emboscada cuya presa es la propia persona”. El monje bebió el resto del café y le pidió otra taza al mesero. Después finalizó: “La sencillez es una conquista consciente, típica de la madurez. Como en aquella historia infantil, cada cual precisa de sinceridad y coraje para verse al espejo y admitir que los bellos trajes no pasan de una vana ilusión: ‘el rey está desnudo’. Es necesaria la sencillez para lidiar con la verdad. Este es el primer paso para rescatar la verdadera fuerza que nos habita. El poder del espíritu libre comienza en la sencillez del ser”.

Flor de la Sencillez

Estábamos el Viejo y yo, como cariñosamente llamábamos al monje más antiguo de la Orden, en una prestigiosa universidad para dar un ciclo de conferencias sobre las variadas faces de la inteligencia: cognitiva, emocional, artística y espiritual. Hablarían científicos, profesores, psicoanalistas, filósofos y artistas. En el intervalo, después de la reciente intervención de un famoso intelectual, fuimos a tomar un café. El otoño ofrecía un clima agradable y las mesas en la parte externa de la cafetería permitían una integración amena con el campus arborizado. El sol nos acariciaba entre las hojas. Le comenté al monje que no me había gustado el último conferencista. En verdad, adicioné que el discurso me había parecido innecesariamente rebuscado, pomposo, repleto de palabras no usadas en el día a día y, lo peor, confuso. El Viejo bebió un sorbo de café y dijo: “Las aguas necesitan ser turbias para no percibir que son rasas”. Le pedí que se explicase mejor. El Viejo fue didáctico: “Quien desea que sus ideas sean entendidas se expresa de manera clara, salvo que el fruto aún no esté debidamente maduro para ser recogido del árbol. Algunos confunden hermetismo con sofisticación. La verdadera sofisticación reside en la sencillez; consiste en hacer simple una idea elaborada o difícil. La sabiduría es sencilla; la sencillez es una virtud poderosa y rara, indispensable para otras virtudes”.

Le pregunté al monje si se refería a la humildad cuando hablaba de sencillez. Él meneó la cabeza antes de responder: “No. La humildad es otra virtud valiosa y aliada inseparable de la sencillez; ellas no se confunden, al contrario, se completan. Por ejemplo, sentir orgullo de la propia humildad es un contrasentido. Es necesario que la humildad, la virtud típica de los sabios, de aquellos que se conocen verdaderamente y se saben todavía incompletos, sea natural y simple, sin ningún mérito o vanidad, de lo contrario no podrán llenar lo que aún está vacío. El narcisismo es la raíz del ego y de todas las sombras que lo habitan; la humildad lo ilumina, la sencillez las disuelve”.

Argumenté que la sencillez tenía que ser sincera y honesta. El Viejo fue más allá: “En realidad ellas se integran. La sinceridad y la honestidad, otras dos virtudes, necesitan ser sencillas para existir. Sinceridad y honestidad sin sencillez no son virtudes; son tristes demostraciones de exhibicionismo”.

Reclamé que la sencillez no me parecía sencilla. El monje dio una carcajada y respondió: “El motivo es sencillo”. En seguida explicó: “Sencillez es la transparencia y la claridad del ser. Es lo contrario del subterfugio. El problema es que tenemos dificultad en admitir nuestras imperfecciones y conflictos internos, todo aquello que pueda avergonzarnos. En ausencia de la humildad creamos máscaras con la ilusión de protegernos de los otros y de nosotros mismos. Acabamos interpretando personajes ‘muy resueltos’ al creer que de esa manera será más fácil ser aceptados y amados, sin darnos cuenta de que esto sólo profundiza la herida y el sufrimiento. Cuando aumentamos el distanciamiento de nuestra esencia nos alejamos de la indispensable cura del ser. La sencillez es la guía eficiente que nos ayudará a atravesar el estrecho puente que aproxima al ego del alma”.

“La sencillez es el arte de la ligereza; la capacidad de verse a sí y mostrarse al mundo exactamente como somos. Defectos y cualidades; complicaciones y entendimientos; errores y aciertos; mentiras y verdades. Sí, somos imperfectos. No obstante, no es necesario ser complicados, ni fingir. Lo importante es estar conscientes, verse de manera amorosa y seguir en marcha rumbo a la plenitud. Sencillez es abandonar el disfraz del ego para dejar el alma desnuda. Sólo así podemos ver, entender y perfeccionar quienes somos. Esto trae magia”. Me miró de manera pícara y bromeó: “Es mejor que helado en el calor del verano”.

“¿Ya reparaste en cómo las personas sencillas son encantadoras?”, me preguntó. Estuve de acuerdo de inmediato. El monje explicó: “Es porque ellas están abiertas a las bellezas de la vida, tienen facilidad para relacionarse, no sienten vergüenza de ser lo que son; traen la magia del andariego, de aquellos que ansían aprender, transformarse y evolucionar. En el fondo este es el arte que todos, conscientes o no, desean para conducir la propia vida, por esto el encanto”. Guardó silencio durante un breve instante, como si procurase la mejor palabra antes de decir: “Las personas complicadas acaban volviéndose fastidiosas pues se ven con vanidad en vez de observarse con amor. Renuncian a la luz para esconderse en los rincones sombríos de la propia personalidad. Por tanto, el eje de la existencia queda perdido en favor de una configuración externa que nada agrega a la evolución. Las personas sencillas traen la ligereza de aquellos a quienes no les importan las críticas ajenas. No se preocupan con la imagen o la reputación. Esto es un problema para quien se mantiene en lo raso. El ser sencillo camina protegido por el escudo de la humildad. Conoce sus propias imperfecciones y reconoce la batalla interna que libra en busca del perfeccionamiento. Está concentrado en entender el peso que lleva en la espalda para transformarlo en alas”.

“Solamente la sencillez permite una vida sin mentira, sin exceso, sin pretensiones. Es percibir la fuerza de la esencia en detrimento de la fragilidad de la apariencia”. Argüí que las personas sencillas se me hacían poco elaboradas intelectualmente. El monje rebatió de inmediato: “La sencillez no es simplicidad. Esta sí te mantiene en la superficie de la existencia al insistir en la auto ilusión; la sencillez, al contrario de lo que muchos piensan, es una profundización en el verdadero yo sin angustia ni miedo, para conocer y, posteriormente, sin prisa, iluminar cada rincón oscuro del ser. Lo contrario de la sencillez no es la complejidad o la sofisticación; es la oscuridad”.

“Ser sincero es no simular ni esconder. Es vivir sin artimañas, sin segundas intenciones. Sin mentiras ante los otros y, principalmente, para sí mismo. Ser sencillo es no calcular ni complicar la sinceridad. Es dejar que la vida fluya con naturalidad, con coraje, con humildad, en paz”. Volvió a beber un sorbo de café y cuestionó: “¿Percibes que es imposible vivir el amor en toda su amplitud sin la presencia de la sencillez? ¿Entiendes que cada una de las virtudes es una flor indispensable en el jardín de la plenitud? Ser sencillo es simplemente ser. Es un escalón hacia la libertad. Es indispensable para atravesar el primer portal del Camino”.

Permanecimos buen tiempo en silencio para que las nuevas ideas se acomodaran en mí, hasta que comenté que nunca había pensado en la importancia y la sofisticación de ser sencillo. El Viejo arqueó los labios en una bonita sonrisa y dijo: “Nadie nace sencillo. Desde pequeños somos influenciados por muchos condicionamientos sociales y culturales que a menudo valorizan la importancia de la apariencia o de comportamientos enlatados para conquistar la admiración ajena. Esto hace que perdamos el respeto por nosotros mismos pues poco a poco nos alejamos de nuestra esencia, olvidando la importancia de su pulimento. El ser queda adornado por fuera, hueco por dentro. Todo se vuelve efímero y las relaciones se vulneran. Las consecuencias más comunes de ese sentimiento, que insistimos en negar, es la impaciencia, la agresividad, la tristeza o la depresión. Esto tal vez explique la necesidad de tantos adornos en el cuerpo, ¿quién sabe no son, en parte, para desviar la atención ante el abandono del alma? No es diferente la elaboración de un discurso complicado para explicarse a sí mismo. Sin percibir, la falta de sencillez acaba montando una emboscada cuya presa es la propia persona”. El monje bebió el resto del café y le pidió otra taza al mesero. Después finalizó: “La sencillez es una conquista consciente, típica de la madurez. Como en aquella historia infantil, cada cual precisa de sinceridad y coraje para verse al espejo y admitir que los bellos trajes no pasan de una vana ilusión: ‘el rey está desnudo’. Es necesaria la sencillez para lidiar con la verdad. Este es el primer paso para rescatar la verdadera fuerza que nos habita. El poder del espíritu libre comienza en la sencillez del ser”.

 

Gentilmente traducido por Maria del Pilar Linares.

2 comments

Felipe maldonado agosto 2, 2017 at 6:49 pm

Genial gracias

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Jorge Mejia noviembre 21, 2020 at 4:39 pm

Ignoro si solo pasa en mi «aparato» o si el texto «La Flor d la Sencillez» esta repetido 2 veces.
Tal vez sea x el hecho d q es una lectura q haya q repetirla para poderla comprender??

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