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El campo de batalla

 El cielo estaba azul después de días grises de mucha lluvia. Todos parecían estar alegres en el monasterio, menos yo. Un dilema personal me corroía y hurtaba mi paz. Sentado en el comedor divagaba entre dudas ante una taza de café y un pedazo de torta de avena cuando mis pensamientos fueron interrumpidos por el Viejo, como llamábamos al monje más antiguo de la Orden. Él me invitó a ayudarlo a recoger champiñones en el bosque situado alrededor del monasterio. Explicó que el sol fuerte, después de días lluviosos, era perfecto para que esos manjares germinaran a los pies de los robles de la montaña. Manifestó que pretendía hacer su famosa sopa de champiñones para la cena. Tan pronto entramos en el sendero, el monje dijo que había percibido mi agonía y me preguntó cuál era el motivo. Le expliqué que un gran amigo me había invitado a acompañarlo durante las vacaciones a un campamento de refugiados en África. Él hacía parte de una organización internacional de médicos que prestaba ayuda en varias regiones del planeta donde había carencia de cuidados para el mantenimiento de la vida. El Viejo se volteó hacia mí manteniendo su paso lento pero firme y dijo: “Es un servicio maravilloso e indispensable prestado por hombres y mujeres, médicos o no, con la intención de llevar un poco de bienestar y mucha cura a lugares donde hay ausencia de condiciones básicas de supervivencia. Yo estuve en uno de esos campamentos años atrás, durante una insensata guerra local y confieso que me encantó la compasión, la misericordia y la generosidad depositada en forma de amor incondicional. A pesar de tanto dolor y sufrimiento, la grandeza de la vida y las maravillas de la superación en el esfuerzo de hacer diferente y mejor son extraordinarias”.

Le comenté que ese era mi dilema. Entendía la belleza de ese trabajo, no obstante, confesé que no tenía ganas de ir. Esa división interna me angustiaba. Le pregunté si yo estaba equivocado al rehusar la invitación y la oportunidad. El Viejo se detuvo, me miró con dulzura, buscó una piedra bañada por el sol pues la mañana aún estaba fría y se sentó. Después dijo: “De ninguna manera. Aléjate de la dualidad aparente entre lo correcto y lo incorrecto. Cada uno elige de acuerdo con el perfeccionamiento de las virtudes que ya le son inherentes. Esas decisiones también son influenciadas por el don, el karma y el dharma. Hay que tener entendimiento y respeto por sí mismo y por todos; cada cual tiene su campo de batalla. Para cada corazón un viaje está reservado”.

Le dije que no entendía. El monje explicó con paciencia: “Todos tenemos karma y dharma personales. Karma es el aprendizaje; dharma es el propósito de vida”. Lo interrumpí para decirle que ahora entendía mucho menos. Él sonrió y continuó: “Estamos aquí para evolucionar. Por tanto, tenemos que perfeccionar en lo más íntimo de nuestro ser cada una de las virtudes que componen la Luz, hasta que se vuelvan inseparables de las elecciones. En cada ciclo evolutivo pasamos por cuatro diferentes etapas: aprender, transmutar, compartir y seguir. Atravesamos innumerables ciclos mientras libramos en el interior la gran batalla de la vida al iluminar las sombras que nos habitan, al aproximar el yo-apariencia, llamado ego, al yo-esencia, conocido como alma y al conquistar la libertad y la paz personales, siempre con alegría, sembrando la belleza de la convivencia consigo y con toda la gente. Así, poco a poco, despertamos todo el amor adormecido en nosotros”.

“A cada existencia traemos las exactas lecciones que nos corresponden en aquel momento dentro de la escala evolutiva. Ese es el famoso karma. El karma está ligado al entendimiento del valor de las virtudes, a la importancia de cada una de ellas para perfeccionar al ser. Claro que podemos rehusarnos a aprender pues al fin y al cabo las elecciones son libres. Es más, esto sucedo con frecuencia. Entonces, el karma se vuelve un educador más severo y el sufrimiento termina siendo inevitable. No en forma de castigo como muchos piensan. Aleja la idea de que karma es punición, esto dificulta. Sufrimos al insistir en mantenernos en la ignorancia, en permanecer en la oscuridad, al no llevar al ego al encuentro del alma, al insistir en las elecciones viles e inapropiadas. Una parte de nosotros se mantiene aprisionada a conceptos obsoletos y a conquistas de adoración social, mientras la otra ansia por libertad y renovación. Entonces surge el conflicto interno por los intereses disonantes, al mismo tiempo en que la vida te frustra las ambiciones de éxito y poder calcadas en los logros materiales y los placeres primarios que, aunque sean alcanzados, no se traducen en plenitud y felicidad. Despertamos en el vacío; perdidos en una existencia sombría. Nos encerramos en una esfera de dolor al no permitir la transmutación del ser en la disposición de hacer diferente y mejor. Mal humor, irritación, impaciencia, fuga de la realidad mediante ilusiones y diversiones baratas, depresión, agonía, pánico y hasta enfermedades somatizadas en el cuerpo son los síntomas más comunes cuando estamos desorientados en medio de la batalla. Donde hay sufrimiento significa que existen visiones equivocadas sobre sí mismo y sobre la vida. Esto lleva a las consecuentes elecciones inadecuadas generando la repetición de los ciclos educativos. Aprender la lección oculta que el conflicto trae consigo, transmutar este aprendizaje, compartir con el mundo el nuevo ser que floreció y seguir el viaje al encuentro de la Luz, es un método eficiente para transformar el sufrimiento en polvo de estrellas según la belleza de cada ciclo de perfeccionamiento. Lección internalizada, karma extinto por ser innecesario. Esta es la batalla a ser librada amorosamente con el desarrollo de las virtudes, las verdaderas armas de la Luz”.

“Los aprendizajes son ofrecidos a través de las relaciones y de la convivencia; el otro será siempre el mejor espejo. Para atravesar la existencia nos es dado un instrumento que sirve como las sandalias del andariego, la espada del guerrero y el rastrillo del jardinero. Esa herramienta se llama don. Se trata de aquella habilidad especial que nos hace únicos. Cada cual tiene el suyo, sin excepción. Ese don tiene que ser usado tanto en beneficio del perfeccionamiento personal como para sembrar la alegría y el bienestar en el mundo. Comienza dentro de sí, después en casa, en la familia, en el trabajo, en las calles, en la aldea y en el mundo como ondas concéntricas que se expanden en un lago hasta los confines del universo. Esas ondas son generadas no sólo en la convivencia y en las relaciones personales, sino también mediante el oficio o arte de cada cual. Aquí está tu dharma, tu otro campo de batalla; es tu jornada en esta existencia en el planeta, la incumbencia de hacer germinar flores en un pequeño pedazo del desierto”.

Interrumpí al Monje. Según había entendido existían dos campos de batalla. El Viejo arqueó los labios con una leve sonrisa y asintió: “Sí, uno interno y otro externo. Son personales e interpersonales al mismo tiempo, en constante comunicación. El pulimento del individuo se refleja en la transformación del colectivo. Su batalla personal es la exacta parte que le corresponde en la evolución de la humanidad. No hay otro método de avanzar.  Tu sufrimiento o alegría son las ondas que tú produces en el lago cósmico. Es la energía personal generada para permear y alcanzar a toda la gente. Esta vibración puede ser leve y sutil o densa y pesada, dependiendo de tus sentimientos, pensamientos y elecciones”.

Le dije que todo se me hacía bastante complicado. El Viejo se rio con ganas y aclaró: “No, Yoskhaz. Es todo demasiado sencillo y tal vez por esto tenemos dificultad para percibirlo. El don se manifiesta a través de innumerables posibilidades: cuidar, curar, proveer, abastecer, aplicar la ley con justicia, limpiar, deleitar, encantar, enseñar, administrar, cantar, escribir, construir, además de otras habilidades. El don, sea oficio o arte, es un instrumento de perfeccionamiento personal, así como una herramienta al servicio del planeta. Todos somos indispensables e igual de importantes, sea panadero o médico; gobernante de una nación o profesor de jardín de infancia. La falta de un único tornillo puede estropear la máquina más sofisticada. Todo lo que es sencillo suele ser esencial”.

Comenté que la conversación era buena, pero que no entendía cómo podía ayudarme ante el dilema de acompañar a mi amigo en su viaje al campamento de refugiados. El Viejo explicó con paciencia: “El viaje es de él; aunque sea grandioso, no significa que también sea tuyo, la misión que se propone es de las más bellas y necesarias, pero existen otros problemas carentes de manos y sentimientos. Hambre, epidemias, guerras, deforestación, injusticias sociales, extinción de especies, demagogia, opresiones y masacres de toda índole. Existen serias cuestiones por toda parte, fruto de la ignorancia, raíz de una enorme sombra colectiva y necesitan ser enfrentadas y solucionadas. Conviene recordar que los grandes problemas nacen de pequeños dilemas; crisis globales se originan de conflictos personales. Necesitamos gente que cuide de las cuestiones individuales con el mismo cariño y atención con que nos dedicamos a solucionar problemas planetarios. El individuo que no está ya fragmentado en sí, armonizado en su esencia, sabe que no existe felicidad personal generada a través del uso de la maldad y de sus subterfugios. Al prestar atención con la parte para que se desarrolle en armonía, preservamos el equilibrio del todo. Así, es de extremo valor el trabajo común del día a día, digno y honesto que sustenta y mueve la civilización. En todos los lugares precisamos de gente dispuesta y comprometida con el ejercicio de sus capacidades y posibilidades. Unos complementan a los otros, como un conjunto de vigas necesarias para mantener erguida una construcción”.

“El ejercicio del dharma puede ser local o global. Cuidar de la parte es curar del todo; apagar un incendio en una familia es tan valioso como tejer el tratado de paz entre naciones, a pesar de no tener la misma repercusión. Un problema puede evitar el otro. Lo micro produce lo macro”. Hizo una pequeña pausa y dijo: “Es preciso entender dónde está tu campo de batalla. En todos los rincones, sea dentro de tu casa, donde los habitantes se abandonaron unos a otros, o en las calles de la ciudad, en la cual la población está olvidada por los mandatarios, los guerreros del buen combate serán siempre indispensables. Ser madre y cuidar de un hogar con cariño puede ser tan complejo e importante como ser alcalde y administrar con cuidado una metrópoli. Ambos son valiosos campos de batalla; cada uno de nosotros con o su don, karma y dharma”.

Le confesé que me sentía perdido. No sabía cuál era mi don ni dónde estaba mi campo de batalla en el mundo. El monje intentó aclarar: “Escucha a tu corazón; tu don habita en tu sueño”. Al oír aquella frase no me contuve. Confesé que esa expresión me irritaba, pues significaba todo y nada al mismo tiempo. El Viejo mantuvo la serenidad: “Aunque sea uno de las enseñanzas más valiosas, lo explicaré de otra manera: intenta entender dónde está tu alegría, la actividad que te llena de vitalidad, dónde el desánimo parece incapaz de alcanzarte. Sólo no confundas el placer del ego con la satisfacción del alma. El don son las sandalias; el campo de batalla es el camino. El amor será siempre la mejor manera de andar y la Luz es el destino final. Al hacerlo así, mientras cuidas de ti estarás cuidando del mundo”.

Me miró profundamente a los ojos y finalizó: “Nunca dejes de ofrecer tu corazón al campo de batalla. Allí también estará el corazón del mundo. Tarde o temprano los sentirás sonando como un único tambor. ¡Es la canción de la victoria!”.

Gentilmente traducido por Maria del Pilar Linares.

 

1 comment

Felipe maldonado agosto 1, 2017 at 1:10 am

Gracias

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