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La carta de Pablo

Una conferencia proferida por el Viejo, como era cariñosamente llamado el monje más antiguo del monasterio, para los demás miembros de la Orden había abordado el tema de la indispensabilidad del amor como elemento esencial de las demás virtudes, además de su enorme fuerza de transformación. Como era costumbre, al final iniciamos los debates. Frank pidió la palabra. Él era un joven miembro de la OEMM – Orden Esotérica de los Monjes de la Montaña –, hijo de uno de los fundadores, ya fallecido. A pesar de su corta edad, mal completaba los treinta años, se había graduado de periodista, tenía una maestría y un doctorado en su área de actuación profesional y poseía un discurso articulado y culto. Recientemente, en razón de la crisis económica enfrentada por el país en el que vivía, había sido despedido de un gran periódico donde respondía por la sección cultural. Frank argumentó ser perjudicial para una persona el exceso de virtudes. Explicó que vivíamos en un mundo injusto, habitado por personas imperfectas, generando relaciones humanas complicadas y conflictivas. Agregó que para sobrevivir en la selva, como denominó a la civilización contemporánea, era imprescindible una buena dosis de maldad.

 

Hubo un gran espanto, seguido de un enorme murmullo. Todos parecían querer hablar al mismo tiempo. El Viejo pidió silencio para ordenar las manifestaciones. Garantizó que daría la palabra a todos, uno a la vez. El primer monje a hablar recordó que las virtudes tales como la compasión, la misericordia, la delicadeza, la humildad, la mansedumbre, la generosidad, además claro, del amor, al estar insertas en el medio social permitían que aquel grupo fuese más armonioso, pacífico y feliz. Frank refutó con el argumento de que las sociedades, en general, son dirigidas por personas insensibles que se aprovechan de la generosidad y de la buena fe ajenas.

 

Otro monje sostuvo que la justicia es una virtud que equilibra la bondad, una herramienta adecuada para estancar el mal, sin que sea necesario prescindir de su mejor parte. Recordó que más que punir, la verdadera justicia tiene una función pedagógica. Adicionó que cuando combatimos las sombras con sombras, la oscuridad se agiganta. Es necesario amor para que haya luz.  El Viejo sonrió de manera casi imperceptible.

 

Frank expresó que el colega tenía una postura ingenua, pues sugería ofrecer flores a las fieras; actitud inútil. La respuesta necesitaba de un lenguaje eficiente para que el interlocutor fuera capaz de comprender. Uno de los monjes refutó diciendo que una respuesta eficiente no viene necesariamente con los mismos métodos aplicados por aquel que perjudica la buena convivencia. Tener actitudes firmes para frenar la injusticia no puede representar un espiral en descenso de sufrimiento y desánimo. Tiene que ser eficiente en el sentido de interrumpir el proceso dañino; no obstante, también debe ser eficaz al ofrecer una posibilidad educativa de cambio, para una relación saludable y capaz de apalancar la evolución, sea individual o colectiva. Además dijo que es imprescindible ofrecer la otra cara; la cara de luz, el rostro del amor que necesita florecer ante la vida. Esta era la diferencia angular en las relaciones; la frontera entre la agonía y la alegría.

 

El joven miembro confesó que había dedicado toda su vida al perfeccionamiento personal, conforme la educación aplicada por su amado padre. Había estudiado en las mejores universidades, aprendido varios idiomas, hecho pasantías en notables periódicos y con la llegada de una crisis económica, consecuencia de una política monetaria desastrosa aplicada por políticos incompetentes, había encabezado una extensa lista de despidos por el simple hecho de tener un alto salario, fruto da su calificación esmerada. Consideró que otros profesionales, mucho menos capacitados que él, continuaban empleados justo porque tenían una remuneración menor dada la falta de preparación académica. Otro monje pidió la palabra para recordarle a Frank la existencia de las variadas inteligencias que poseemos: la cognitiva, la emocional y la espiritual, haciendo hincapié en el desarrollo de todas. Explicó que la primera permitía absorber nuevos conocimientos; la segunda, lidiar de manera sabia y amorosa con las frustraciones, importantes recursos evolutivos; la tercera enseñaba sobre el poder de las elecciones como herramientas de transformación. Dijo que las tres eran valiosas y necesarias, pero consideraba la cognitiva la que menos influenciaba la felicidad personal, justo por ser la más pobre en virtudes. En seguida le sugirió al joven que estudiara más el esoterismo como instrumento para enfrentar mejor las dificultades inherentes a la vida. Frank refutó bajo la alegación de que ya había leído todos los libros sobre el asunto. Le recordó a todos quien era su padre, que había sido educado en aquellas tendencias y que no tenía nada más que aprender al respecto.

 

Entonces levanté la mano. Cuando el Viejo me concedió la palabra le pregunté a Frank cuál era el peor defecto o la mayor dificultad personal que él consideraba poseer. Él, rápidamente, respondió que su mayor problema era el hecho de ser una persona demasiado buena. Esto lo hacía vulnerable ante el mundo. Argumenté que quien imagina que su mayor defecto se trata de una cualidad, sin duda, necesita conocerse mejor. Mientras él no supiera quien era de verdad, se sentiría incómodo ante la vida. Agregué que su infelicidad no era fruto de las virtudes y sí de las sombras personales que lo engañaban con dones que no poseía. Lo cuestioné al preguntarle si percibía lo vanidoso y arrogante que era; si entendía el mecanismo por el cual le transfería al mundo la responsabilidad ante la propia felicidad; cuán realmente era pobre aún en virtudes, las cuáles creía poseer en exceso. Le dije que solamente saldría de aquella fase cuando fuera capaz de estar frente al espejo sin encontrar del otro lado al personaje que había creado para sí; sólo ante él mismo, con todas las heridas y verdades que necesitaba enfrentar o no habría cura. Sí, yo estaba profundamente irritado con toda aquella soberbia, lo que hizo que mi tono de voz fuese bastante agresivo. Ofendido, Frank respondió con el mismo timbre y pronto se instaló una enorme confusión. El debate fue inmediatamente terminado para serenar los ánimos.

 

Solitario, fui a la terraza del monasterio y me senté en una de las poltronas. El sol desaparecía entre las montañas. Necesitaba calmarme y encajar todos los acontecimientos de aquella tarde. Tomé un cuaderno y un lápiz para hacer algunas anotaciones. Escribir me ayuda a entender la vida y a descubrir quien todavía no soy. Pasados largos minutos, el Viejo se aproximó con dos tazas de café. Me entregó una y se acomodó a mi lado. Con el fin de mimar mi ego, retomé lo ocurrido. Comenté cómo Frank había tenido una postura soberbia y, para resaltar mis argumentos, repetí algunas de sus frases más arrogantes. Agregué que le había faltado humildad, virtud esencial para el primer portal del Camino. El monje permaneció algunos segundos en silencio, como si quisiera escoger las mejores palabras, bebió un sorbo de café y dijo: “Todo lo que mencionas está correctísimo y repleto de verdades”. Esbocé una leve sonrisa de satisfacción.

 

En seguida el Viejo prosiguió con su raciocinio: “No obstante, la verdad es como la mano. La mano que socorre también puede abofetear”. Hizo una pausa por instantes, mientras mi ilusión de victoria se desvanecía en el aire y continuó: “La cuestión es saber cuál es el sentimiento que te mueve. Esto define si pretendes usar la verdad para educar o para herir”.

 

Argumenté que la sinceridad es una valiosa virtud, a la cual no podemos renunciar. Adicioné que la verdad tiene el poder de curar. El Viejo meneó la cabeza y dijo: “Sí, es verdad, desde que esté acompañada con amor, virtud que debe estar contenida en todas las demás virtudes, tema de la conferencia de hoy. La sinceridad es una virtud importantísima, es el vagón en el cual viaja la verdad que sólo completa la jornada virtuosa cuando es usada para curar. Cualquier otra intención vacía de amor es como locomotora sin maquinista que descarrila el tren de la verdad con destino a la luz”.

 

Refuté diciendo que mi intención había sido buena. El Viejo me miró con dulzura y dijo: “La postura de Frank te irritó. Sin invalidar el perfecto análisis que hiciste de las sombras que ilusionan a nuestro hermano, al permitirte la rabia desperdiciaste la oportunidad para que floreciera la compasión y la misericordia, virtudes primordiales de aquellos que entienden el sufrimiento ajeno y usan el propio corazón como antídoto para la arrogancia. Es el portal de la paciencia y del respeto para consigo, para con la vida y con el mundo. La humildad y la sencillez son los remedios para cauterizar la vanidad y el orgullo en sí mismo; la compasión y la misericordia cumplen el mismo papel en nuestro corazón para con las sombras ajenas. Sí, en todas las situaciones hay que tener sinceridad y honestidad, desde que transborden amor”. Me miró a los ojos y concluyó: “Son las sutilezas de la verdad”.

 

“Al dejarte llevar por la irritación dejaste de ayudarlo a construir nuevas ideas, para derrotar los argumentos sustentados por él. Debes entender que el orgullo y la vanidad que te incomodaban de Frank acabaron estando presentes en ti, dada la manera agresiva con la cual quisiste imponerle tu verdad”.

 

Permanecimos un tiempo que no puedo precisar sin pronunciar palabra. Rompí el silencio para decir que lamentaba la oportunidad desperdiciada. El Viejo me miró con dulzura y señaló: “No te culpes por lo ocurrido, hace parte del aprendizaje de todos los involucrados, cada cual a su manera. Tan sólo asume la responsabilidad de hacer diferente y mejor de aquí en adelante, pues la vida es incansable en sus ofertas cuando estamos dispuestos al perfeccionamiento. Tampoco dejes que los hechos de esta tarde afecten la amistad y la buena convivencia con Frank. Al contrario, ese lazo debe ser aún más fuerte, pues tuvieron la honra de compartir la misma lección”.

 

El Viejo señaló con la quijada el cuaderno sobre la pequeña mesa y quiso saber si me gustaría anotar el trecho de una carta que enseña sobre sabiduría y amor. Respondí afirmativamente. El Viejo cerró los ojos y la recitó de memoria:

 

“Aunque yo hablara todas las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo amor, soy como una campana que resuena o un platillo que retiñe”.
“Aunque tuviera el don de la profecía y conociera todos los misterios y toda la ciencia, aunque tuviera toda la fe, una fe capaz de trasladar montañas, si no tengo amor, no soy nada.”.

“Aunque repartiera todos mis bienes para alimentar a los pobres y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo amor, no me sirve para nada.

“El amor es paciente, es servicial; el amor no es envidioso, no hace alarde, no se envanece, no procede con bajeza, no busca su propio interés, no se irrita, no tiene en cuenta el mal recibido, no se alegra de la injusticia, sino que se regocija con la verdad”.

“El amor todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta”.

 

“El amor nunca falla; es la centella de la transformación capaz de tornar perfecto todo aquello que, por ventura, aún es imperfecto”.

 

Con los ojos húmedos, me confesé emocionado con aquel poema. Le pregunté quién era el artista, pues me gustaría conocer más sobre su obra. El Viejo arqueó los labios con una leve sonrisa y finalizó: “Son las Cartas de Pablo, el apóstol de las multitudes. Esta fue escrita a los corintios. Desde tiempos inmemoriales, la sabiduría enseña que el amor forma los pilares de la verdad y conduce al ápice de la luz”.

 

Gentilmente traducido por Maria del Pilar Linares.

 

 

2 comments

Ariel noviembre 5, 2017 at 1:25 pm

Excelente texto, se agradece por compartir.

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Scarlet G noviembre 23, 2019 at 4:25 pm

GRACIAS , GRACIAS.

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