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Mi ciudad

En aquel año, cuando entré al monasterio para un período más de estudios, estaba desilusionado con la humanidad. Tan pronto como me encontré con el Viejo, como cariñosamente llamábamos al monje más antiguo de la Orden, me preguntó cuál era el motivo para estar abatido y con los hombros curvados. “Parece que cargas el peso del mundo en la espalda”, comentó. Le dije que estaba desanimado ante tanto egoísmo y agresividad. Comenté que estaba evaluando la posibilidad de cambiar de ciudad, pues donde vivía se había vuelto inhabitable. Agregué que estaba mal administrada, las personas sólo pensaban en ellas mismas y no median esfuerzos para alcanzar sus objetivos. El buen monje respondió: “La violencia bajo cualquier aspecto no es buena. De otro lado, pensar en sí mismo es muy bueno desde que exista cariño para compartir lo mejor que encontremos. Cada persona debe ser administrada como una ciudad. Los sentimientos son como individuos: deben circular libremente. Como no siempre están bien orientados o tienen un hábitat seguro, debemos cuidarlos para que encuentren el debido lugar y la merecida tranquilidad. Las reformas estructurales necesitan atención constante para no impedir el progreso. Los rincones oscuros deben ser iluminados para que de allí no surjan sorpresas desagradables. Las ideas tales como ciudadanos libres, muchas veces entrarán en conflicto y deben ser colocadas para dialogar hasta encontrar la perfecta comunión. Finalmente, y no menos importante, los portones de la ciudad deben estar siempre abiertos para quien quiera o necesite entrar, así causen alguna molestia al inicio. No podemos olvidar que son las dificultades que, al ser tratadas con amor y sabiduría, traen las indispensables mejoras”.  Hizo una pequeña pausa antes de proseguir: “Una ciudad abandonada se torna inservible”. Me miró a los ojos y dijo: “Así sucede con nosotros cuando damos más valor a lo que existe fuera que a lo que hay dentro. Cada cual habita en la ciudad que construye dentro de sí”.

Lo interrumpí pues el concepto me era confuso. Él enlazó su brazo al mío y nos encaminamos hacia el comedor del monasterio bajo la excusa de que aquella conversación necesitaba de una taza de café y un pedazo de torta de avena. Después de acomodarnos con una taza humeante en frente, él prosiguió con su raciocinio: “Cuando estamos incómodos en un lugar tenemos el derecho de buscar otro que se adecue mejor al estilo de vida que escogimos. ¿Metrópolis agitadas o pequeñas villas bucólicas? Todos los lugares son perfectos centros de aprendizaje y tienen sus funciones y valores. No obstante, tu no estarás feliz en ningún lugar si la ciudad que construiste dentro de ti está desordenada y no funciona correctamente”.

Dije que comenzaba a comprender, pero era necesario que me explicara mejor. El monje fue atento: “No hay diferencia si estás en la Quinta Avenida de Nueva York o en un monasterio en Katmandú. Cuando por dentro todo está en desorden, tú no encontrarás la paz, la felicidad, el amor, la libertad o la dignidad que procuras. El mejor lugar, sea donde sea, sólo será agradable si la ciudad que construimos dentro de nosotros es cómoda”.

Argumenté que no era del todo así, pues el planeta estaba repleto de lugares miserables, ya sea por las guerras o por las condiciones infrahumanas impuestas por gobernantes irresponsables. Mencioné que era imposible ser feliz viviendo en un lugar así. El Viejo se encogió de hombros y dijo: “Cada espíritu tiene su necesidad propia de aprendizaje y evolución. La imperfección, aunque no es deseable, es importante pues nos ayuda a entender y a construir la perfección, según la capacidad y las herramientas ya conquistadas. En cada imperfección se esconde un maestro para enseñarnos a encontrar lo perfecto”.

Bebió un sorbe de café y prosiguió: “Están los que necesitan salir de un determinado lugar por la falta de sintonía con su momento evolutivo; otros huyen de este lugar por cobardía. Sin embargo, hay quienes buscan justamente las ciudades miserables como una maravillosa oportunidad de llevar luz a donde las sombras imperan. Estas personas hacen una enorme diferencia en el mundo. No lo dudes, esos individuos, aunque vivan en una ciudad física dominada por la pobreza moral, material o bajo ambas condiciones, estarán plenos en felicidad, paz, libertad, amor y dignidad, pues harán el mejor uso de los atributos que ya se encuentran en sí mismos. Aunque haya mucha turbulencia y confusión alrededor de sus cuerpos, sus almas habitan en ciudades tranquilas y serenas”. Mordió un pedazo de torta y ponderó: “Vale resaltar que lo contrario también se aplica. De nada le sirve al cuerpo habitar ciudades desarrolladas si el espíritu habita en una región aún arraigada por conceptos obsoletos. La libertad física de ir y venir se torna inservible ante las prisiones existenciales”.

Volví a interrumpirlo para comentar que su raciocinio estaba errado, pues si bien yo vivía en una región detestable, dentro de mí había una ciudad maravillosa y espiritualizada. El Viejo me miró con bondad y preguntó: “¿Será?”

Respondí que no tenía duda al respecto. El buen monje expandió su raciocinio: “Entender y arreglar tu ciudad interna permite que te pacifiques con la ciudad en que vives, independiente de cuál sea. Mientras no descubramos quiénes somos ninguna ciudad nos parecerá amigable. No seremos ciudadanos de ningún lugar. Siempre habrá agonía y desespero”.

“Solemos reclamar de la violencia urbana, pero olvidamos la agresividad que movemos diariamente. Antes de lamentarnos tenemos que preguntarnos cuánto de la aspereza urbana es fruto de recurrentes actos y palabras que proferimos todos los días en el intento de esconder las emociones generadas por las frustraciones que no podemos equilibrar ni entender y entonces, desesperadamente, intentamos transferirlas al mundo. Cuando, por ejemplo, pregonamos los defectos del comportamiento ajeno en una simple conversación o mediante poderosas redes sociales, en el fondo nos valemos de un viejo truco de las sombras: desviar la atención con relación a nuestras propias dificultades para evitar el esfuerzo del perfeccionamiento personal. Vigilamos a los otros y nos olvidamos de cuidar de nosotros. En la búsqueda por la felicidad deseamos que todos se adapten a nuestros intereses como intento infructífero de huir del trabajo del perfeccionamiento íntimo, sin percibir cuánto esto alimenta conflictos y desórdenes. Así, posponemos las transformaciones indispensables en total contradicción al proceso evolutivo. Reclamamos de la oscuridad esperando la luz que nos cabe buscar”.

“Nos lamentamos por las calles estrechas y las calzadas rotas que no permiten una mejor circulación de carros y personas. Sin embargo, nos olvidamos de pavimentar, expandir y limpiar las vías por donde transitan nuestras ideas, atascadas en preconceptos y condicionamientos socioculturales, imposibilitando el andamiento de los buenos propósitos.  No percibimos la enorme cantidad de basura mental y emocional que producimos todos los días. Es necesario hacer más agradable la ciudad inmaterial que habitamos”.

“Abominamos la corrupción gubernamental, pero ignoramos cuánto egoísmo depositamos en las pequeñas elecciones cotidianas, muchas veces más por hábito y comodidad que por sensatez. La corrupción no es más que la mano larga del egoísmo individual que se junta a otras, gana fuerza y se expande en pesadas nubes colectivas. Así, alimentamos la descomposición moral de la sociedad que, por ironía y tragedia, tanto nos incomoda”.

“Nos quejamos de la injusticia en diversos niveles sociales, pero cerramos los ojos cuando tenemos la oportunidad de disfrutar de algún privilegio, incluso de aquellos garantizados por leyes anacrónicas y descompensadas. Es más, solemos usar las leyes del mundo como disculpa para garantizar intereses personales en detrimento de un código moral escrito con las tintas de las virtudes inmortales”.

“Maldecimos la arrogancia de los poderosos; disfrutamos la vanidad por la mera apariencia; ridiculizamos el orgullo de vidrio de los que se creen fuertes. No obstante, no siempre recordamos pulir las virtudes primordiales de la humildad y de la compasión, las cuales verdaderamente ofrecen el poder de liberar en vez de dominar; educar sin ofender; fortalecer sin pisar; iluminar la esencia, templo de toda belleza”.

“Reclamamos que las ciudades son mal gobernadas sin darnos cuenta de cómo administramos con desdén nuestras elecciones, instrumentos vitales de transformación. No tenemos dificultad en apuntar una serie de desprecios y descuidos con relación a diversos aspectos civilizantes. Sin embargo, somos incapaces de percibir cuánto nos abandonamos en la comodidad de la existencia, cada cual relegado a la mera sobrevivencia por el automatismo, que pasó a mapear las decisiones personales”.

“En fin, ninguna ciudad del planeta será acogedora mientras el individuo no organice y pacifique la ciudad interna que arde en conflictos”. Hizo una pausa y concluyó: “Aunque repleto de imperfecciones, la incomodidad que el mundo te causa es reflejo de tus dolores e incomprensiones que, al proyectarlos de manera difusa, impiden un diagnóstico y la cura. La cura del ser es la perfecta ingeniería de reconstrucción del mundo. Todo el resto son obras de mero maquillaje”.

“Sé la ciudad que deseas”.

Bajé la mirada. No reconocer los fundamentos en las palabras del monje era posponer la inevitable reforma de mi ciudad interna. Con los ojos húmedos, confesé que mi ciudad estaba desplomada, en pedazos, como una casa en demolición. El Viejo tocó mi barbilla para que yo levantara la cabeza y dijo con dulzura: “No te lamentes por el caos, pues es una herramienta indispensable para la renovación. Como enseñó un alquimista persa: es por las fisuras de la destrucción por donde atraviesa la luz, se instala y libera el ser’”.

En agradecimiento le ofrecí una sonrisa sincera. Sólo entonces me di cuenta que todavía no había sonreído desde que había llegado al monasterio.

Gentilmente traducido por Maria del Pilar Linares.

 

1 comment

GeraltRivia abril 11, 2020 at 12:12 pm

Que fuerte es encontrar la cura en uno mismo, pero no imposible. Creo que es la mayor construcción personal.

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