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El guardián y el maestro

La conferencia que el Viejo, como cariñosamente llamábamos al monje más antiguo de la Orden, había impartido en una conocida universidad versaba sobre la necesidad del equilibrio entre el ego y el alma. Aprovechando una figura del lenguaje usada por Teresa De Ávila, comparó lo íntimo de una persona con un castillo de muchas habitaciones. En cada cuarto habita un sentimiento o una idea; algunos densos y pesados, otros leves y sutiles. En el portón de entrada, en contacto directo con el mundo, está el ego. En la sala del trono, en el interior del castillo, habita el alma, centro de las decisiones primordiales. El buen funcionamiento del castillo dependerá de la capacidad armónica y de conexión entre sus habitantes. Aunque el concepto no sea nuevo, es poco conocido y transitó durante siglos apenas entre monasterios y hermandades esotéricas. Al final de la ilustración hubo muchos cuestionamientos, dudas y material para reflexiones posteriores; ésta era la intención del buen monje. Cuando estábamos de salida preguntó por el profesor de estadística Carl Bacon, contemporáneo suyo cuando cursó economía en una universidad inglesa, con quien había construido una sólida amistad. Fue informado que el profesor Carl estaba de licencia debido a una fuerte depresión, que había desistido de la cátedra y pocos creían que él regresaría a las aulas. El Viejo se mostró preocupado y quiso saber dónde encontrarlo. Le dijeron que salía poco de casa, salvo para pasear solitario y sin rumbo por el bosque de la universidad. Agregaron que no tendríamos dificultad para encontrarlo.

Como el tren que nos llevaría de regreso al monasterio partiría solamente en la noche, acepté pasear por el bello jardín que cercaba la universidad. Mientras andábamos, el monje comentó que Carl siempre había sido un hombre alegre, enamorador y había vivido rodeado de gente; así como el Viejo, era un apreciador de la buena cerveza y del fútbol. Localizamos al profesor solitario, sentado en una banca de madera, usando un abrigo y un gorro de lana para protegerse del frío. Tenía la mirada perdida y triste. Cuando vio al Viejo esbozó una sonrisa; una lágrima amenazó con escapar. Nos sentamos a su lado. Al preguntar por el motivo de aquella depresión, Carl respondió que ya nada lo animaba pero que estaba siendo medicado. El monje lo contradijo: “Los remedios pueden aliviar algunos síntomas, pero no te curarán. La depresión es una tristeza profunda; aunque se refleje en el cuerpo, es una cuestión del alma”.

El profesor se encogió de hombros y dijo que, si bien siempre lo había escuchado, nunca había entendido el significado del alma. El Viejo explicó: “El alma es la esencia del ser, su yo profundo. Es la fuerza motriz que anima la vida, la verdadera identidad de cada uno de nosotros. A diferencia del ego, aquel personaje ocupado con cuestiones aparentes y triviales de la vida que, aunque tienen importancia en este viaje existencial en la tercera dimensión pues todos tenemos necesidades básicas de supervivencia y cuentas por pagar, es en el alma donde se tratan los asuntos primordiales de la vida. En el alma está la parte oculta del todo a la espera de movimiento; es como un sol guardado dentro de una caja que al ser abierta ahuyenta todo el frío y la oscuridad del ser. Es el algo a más, eres tú más allá de la existencia superficial”.

“El alma es como una raíz capaz de metabolizar la savia que alimenta el árbol en la producción de las hojas, flores y frutos. Una raíz débil genera un árbol seco”.

El Viejo volvió a retomar los conceptos de Castillo Íntimo, de Teresa De Ávila, para que su amigo comprendiera mejor: “El ego cuida de la portería del castillo. El alma está en la sala de las cuestiones primordiales. Entre las dos habitaciones existen muchos cuartos habitados por innumerables sentimientos e ideas que los separan. La falta de sintonía entre ellos, ego y alma, causa alboroto entre los demás habitantes; hace con que la voz del alma pierda, lentamente, fuerza y poder hasta que no se oiga más. Sin comando el castillo se desordena, hay una enorme confusión de emociones y de pensamientos alterados queriendo atravesar el portón para ir al mundo, siempre con mucho ruido y poca melodía. La falta de sintonía entre el ego y el alma hace con que el castillo quede en ruinas”.

“El castillo del ser siempre se resquebraja de adentro hacia afuera. Cuando la fachada se muestra descolorida significa que el interior está destruido hace tiempo”.

Carl quiso saber qué tenía que ver su depresión con aquellas palabras. El Viejo fue pedagógico: “La depresión, así como los demás sufrimientos emocionales, representa la insurrección del alma. Un grito de quien precisa ser oído, un pedido de socorro de aquel que desea ser salvo. Cada vez que sufrimos significa que algo debe ser rediseñado y reconstruido en lo más íntimo. El ego sufre cuando no puede defender el portón del castillo, que acaba siendo violado por una horda de sentimientos bárbaros. No obstante, esto solamente sucede cuando el alma enmudece y ya no escuchamos su voz. Son las orientaciones y fundamentos del alma quienes sustentan la actividad del ego”.

“El alma es la perfecta protección contra las intemperies y ataques del mundo. Por tanto, es necesario que el ego se alinee con ella para que los demás habitantes del castillo estén equilibrados y en armonía, a su pleno comando. El buen funcionamiento del castillo es la plenitud del ser”.

De manera educada, Carl le pidió al amigo que no lo tomase a mal pero que él no creía en el alma ni le interesaba cualquier asunto metafísico. Su vida había sido vivida entre los números. Resaltó que era un estadístico y que le gustaba la precisión que la matemática le ofrecía. Se sentía seguro con la exactitud de las fórmulas científicas. El Viejo meneó la cabeza concordando: “Es innegable el valor de la matemática para el progreso de la humanidad. Sin embargo, como escribió el alquimista lisboeta, ‘navegar es preciso, vivir no es preciso’. Las emociones y las indispensables relaciones hurtan la precisión de la existencia. Justo en este punto está la riqueza de la vida y la belleza del alma”.

El matemático le pidió al monje que profundizara en el raciocinio. El Viejo no se hizo de rogar: “Cuando tenemos el castillo desorganizado los habitantes se desentienden y pelean entre sí, dando origen a decepciones y sufrimientos. Las frustraciones no se originan en los comportamientos ajenos sino en nuestros conflictos internos, con el desorden entre los sentimientos y las ideas que habitan el castillo; en la fragilidad de la percepción de quién somos debido al distanciamiento entre el ego y el alma. Entonces, a menudo, intentamos arreglar las ruinas con una simple pintura en las paredes externas, decorando las ventanas con flores de colores o promoviendo fiestas en el intento de llenar los cuartos vacíos que, de alguna manera, lo incomodan”.

“Algunas veces el ego, al estar desorientado, abandona su importante puesto en el portón para esconderse en el sótano oscuro del castillo, como una manera de negar o de escapar de la realidad; entonces se ahoga en la tristeza y acaba dominado por la depresión. El enemigo que lo aprisiona, aunque susceptible a las turbulencias del mundo, en verdad nunca viene de fuera, sino de la falta de armonía, comunicación y conocimiento entre los propios habitantes del castillo”.

“Insistimos en cuidar de la apariencia olvidando la esencia. Buscamos en la superficie lo que sólo encontraremos en la profundidad. Allí no hay ecuaciones matemáticas, tan sólo el propio ser, el alma”.

“Únicamente el alma tiene el poder de equilibrar las emociones desalineadas y curar aquellas que, por ventura, están en sufrimiento. Sin embargo, el alma, leal centinela del ser, espera en la sala central del castillo y necesita que el ego le lleve cada uno de los residentes que todavía necesitan instrucción y educación. Esto trae fuerza, equilibrio y serenidad al ego en sus relaciones y funciones en los portones del mundo. Sólo así el castillo estará en armonía inexpugnable ante las intemperies e invasiones bárbaras”.

Gentil, Carl alegó que siempre había tenido dificultades con el misticismo. El Viejo lo miró a los ojos y le preguntó: “¿Crees en ti mismo?” Al matemático se le hizo extraño el cuestionamiento y el monje prosiguió: “¿Tú no fuiste capaz de enfrentar y vencer innumerables problemas de elevado grado de dificultad dentro del universo complejo de la matemática?” El profesor asintió con la cabeza. El Viejo continuó: “Esto demuestra la fantástica fuerza de superación que hay en ti. Quien ya ganó una batalla puede vencer todas. Por tanto, basta que entiendas quién eres y creas en tu propia fuerza. Esto es fe. Al final, si el alma es tu esencia, el lado sagrado y la parte del todo que habita en ti, creyendo o no en su existencia, cuando mueves ese poder personal en el sentido de la luz, a favor de la evolución y de la cura, todo el universo está en común-unión contigo”.

Carl cuestionó cómo todas aquellas palabras podrían ayudarlo con la depresión que enfrentaba. El Viejo respondió de manera dulce: “La quietud y la soledad tienen mucho valor cuando son bien utilizadas. En vez de usarlas como herramientas de tortura, aprovéchalas como puentes para ir a tu propio encuentro. Busca en la memoria afectiva, con sinceridad y coraje, qué hecho o hechos sirvieron de gatillo para desencadenar el sufrimiento que te perturba. Verás que son aquellos que invadieron el castillo, hirieron al ego, desarreglaron los cuartos, oprimieron a los demás habitantes y sitiaron el alma en la prisión del olvido. Lleva cada acontecimiento desagradable hasta la sala íntima del alma. Allí existe un armario con muchos frascos sagrados de cura; cada uno de ellos contiene una virtud. Diseca cada hecho doloroso y permítete enfrentar las heridas emocionales que tanto dolor provocan. Trátalas con los elíxires de la humildad, la compasión, el perdón, el amor, entre otros tantos disponibles. Aprende sobre el absoluto poder curativo contenido en cada uno de ellos. Toda cura sólo se revela en la esencia del ser, en la plenitud oculta en ti mismo. Ahí está el alma, esperándote”.

Aproveché un instante de silencio para recordarle al Viejo que era hora de tomar el tren de regreso. Los amigos se despidieron con un fuerte y sincero abrazo. Carl agradeció la buena intención y dijo que maduraría aquellas palabras. En el tren comenté que creía que la promesa del profesor en pensar en la retórica ofrecida por el monje había sido más por educación que por convicción. Mi observación no afectó al Viejo: “Le indiqué un camino en el que no sólo creo, sino que recorro personalmente. Como dijo el alquimista del Recóncavo, ‘tan sólo es una manera, nadie necesita acompañarme’”.  Argumenté que Carl era un intelectual muy reconocido por sus pares; el monje objetó: “A veces, grandes inteligencias cognitivas acaban relegando otras inteligencias, como la emocional y la espiritual; entonces viene el desequilibrio”.

El Viejo me miró a los ojos y finalizó: “En verdad, todo sufrimiento se relaciona con la disonancia entre el ego y el alma. El ego es el guardián del castillo, el alma el maestro. Cuando éste no escucha hay agitación, falta sentido y todo se vuelve banal”.

 

Gentilmente traducido por Maria del Pilar Linares.

 

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