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El tercer día de la travesía: El dilema entre la palabra y la verdad

Desperté la mañana del tercer día de la travesía con el cuerpo todavía extenuado por los acontecimientos del día anterior. El cielo ya estaba claro, aunque el sol no había alcanzado la línea del horizonte en el borde del mar de arena que parecía infinito. La agitación para recoger el campamento era intensa. Todos alistaban sus cosas para proseguir rumbo al mayor oasis del Sahara. Yo iba al encuentro de un sabio derviche, “conocedor de muchos secretos del cielo y la tierra”, que allí residía. La gran mayoría de los integrantes de la comitiva eran mercaderes, peregrinos y turistas que marchaban montados en camellos. Los funcionarios de la caravana, encargados de la seguridad, viajaban a caballo en vigorosos puros sangres árabes, lo que les ofrecía mayor agilidad; el caravanero y la enigmática mujer de ojos color lapislázuli, a quien no había visto aquella mañana, también lo hacían. Noté que además de aquellas personas, algunas pocas también seguían a caballo. Como yo no me había acostumbrado al movimiento del camello sobre las arenas del desierto, lo que me dejaba mareado, cuando el caravanero se aproximó cuestioné el privilegio concedido a esas personas que “viajaban en primera clase”. Argumenté que todos deberían tener el mismo tratamiento debido a las condiciones inhóspitas de la travesía. Acrecenté que, como ese no era el caso, a mí también me gustaría seguir a caballo. El caravanero me miró fijamente y dijo: “Todos son tratados de manera justa y reciben un camello para realizar el viaje. No obstante, algunos trajeron o compraron sus propios caballos. No hay nada de errado en esto”. En seguida advirtió: “Cada cual debe vigilarse”. Hizo una pequeña pausa y concluyó: “Todos son libres para actuar, desde que no interfieran con la armonía de la caravana”.

Le expliqué que me sentía mareado y que deseaba comprar un caballo. El caravanero me explicó: “No hay oferta de caballos”. Me miró por instantes y dijo: “Sin embargo, uno de los hombres, un intrépido integrante de la seguridad, está con fiebre alta. Se le ofreció la opción de volver, pero por ahora eligió continuar; en caso de que no pueda proseguir, el caballo será suyo”. Satisfecho con la respuesta, le extendí la mano derecha para sellar el compromiso. El caravanero apretó mi mano.

Con la marcha en curso fue imposible no intentar encontrar al integrante enfermo. No fue difícil distinguir a un hombre curvado sobre el caballo, a paso lento, siendo amparado de cerca por otros dos, montados en camellos. Seguimos durante dos horas aproximadamente, cuando fue ordenado que la caravana se detuviera y recibimos la noticia del fallecimiento de aquel integrante. Nos orientaron a formar un gran circulo. En el centro fue realizada una rápida pero respetuosa sepultura. Algunas oraciones de acogida para aquella alma fueron recitadas.

Sin demora, vino una nueva orden para que todos retomásemos nuestros lugares. La caravana continuaría, así como la vida; sin dramas y con coraje. Permanecí esperando mi caballo. Separé el dinero para el pago, mas nada me fue pedido ni me fue entregado. Andamos por horas. Al atardecer percibí otro peregrino montado en el caballo que me sería destinado. Molesto con lo absurdo de la situación, así que la caravana volvió a parar, esta vez para montar el campamento y pernoctar, decidí buscar al caravanero y cuestionarlo sobre el compromiso asumido. Al final habíamos firmado la palabra al apretarnos las manos.

Sin embargo, eso no fue necesario. Me servía un sabroso guisado de legumbres con carne salada de carnero, cuando él se aproximó, llenó su cuenco y me convidó a sentarme a su lado. Acomodados un poco distantes del grupo, dijo: “No pude entregarle el caballo. Me vi obligado a alterar mi decisión dados los nuevos hechos”. Protesté de inmediato. Le recordé que teníamos un compromiso. Más que esto, él me había dado su palabra. Le dije que un hombre vale tanto como la palabra empeñada. Yo tenía motivos para estar molesto y no me faltaban razones para provocar al caravanero. Él no pareció ofenderse. Al contrario, con serenidad, explicó los motivos por los cuales cambió de idea: “Llegaron noticias sobre una peligrosa tribu de nómadas que nos acompañaba de lejos. Son famosos por sus asaltos y ferocidad”. Se llevó un poco de comida a la boca, la masticó en silencio y continuó: “Hoy perdí a uno de los hombres más valientes que teníamos aquí. Posteriormente, fui informado que uno de los viajeros es un sagaz oficial de las fuerzas especiales del ejército marroquí, quien viaja a visitar unos parientes en el oasis. Él se ofreció para reforzar la seguridad sin exigir ninguna retribución. En agradecimiento le entregué el caballo, sin cobrarle nada, y lo integré al cuerpo de protección de la caravana. Por favor, pido su comprensión”. Exaltado rebatí diciendo que, a pesar del argumento, aquella conversación no era más que una notificación sobre el negocio deshecho. Adicioné que era inaceptable romper el compromiso unilateralmente, sin consultar ni tener el consentimiento de mi parte. Volví a recordarle que había empeñado su palabra. Sin perder la calma, el caravanero respondió: “Mi palabra tiene mucho valor y siempre estará vinculada a la verdad”. Hizo una señal de despedida con la cabeza, se levantó y desapareció en medio de la caravana. Más tarde, cuando la caravana ya estaba en silencio para dormir, yo aún me debatía entre el insomnio y la irritación. Me levanté y fui a meditar junto a las estrellas en lo alto de una duna. En ese momento percibí que, a lo lejos, dos estrellas de color lapislázuli me observaban. La bella mujer, que estuvo desaparecida durante todo el día, estaba sentada distante, al otro lado de la misma duna.

Me dirigí hacia ella; como no hubo objeción, me aproximé. Con el rostro iluminado por las estrellas, apuntó un lugar para que me sentara. Ni próximo ni distante; a una distancia posible para conversar en voz baja sin cualquier mención de intimidad. Sin que ella dijese algo, despejé toda mi insatisfacción ante el comportamiento del caravanero en aquel episodio. Resalté que él había maculado la propia honra al no cumplir con la palabra empeñada. La mujer me oyó impasible, dejando que yo vertiera todo el resentimiento que me azotaba. Al final, ella comentó: “La palabra de una persona tiene que ser fiel a la verdad que ella trae en el corazón. Sencilla, clara, tranquila y pura. La honra está ligada a las virtudes de la sinceridad y de la honestidad, que se traducen en el ejercicio de la verdad ante los otros y ante sí mismo. A su vez, estas virtudes son indispensables para la dignidad”.

Insistí que donde yo vivía la palabra tenía valor absoluto y versaba sobre la honra del individuo. Ella rebatió: “No se trata de una cuestión cultural, sino de permitirse una nueva manera de ser y vivir. Sin el peso de la culpa, pero con el compromiso ante la verdad, que por estar viva y en proceso de aprendizaje, se modifica con la expansión de la consciencia y la capacidad de amar. Esto posibilita la libertad”.

Le dije a la mujer que no había entendido y le pedí que me explicara mejor. Ella fue paciente: “Cuando empeñamos la palabra, es de mala fe no cumplir con el compromiso. No se deshace un compromiso por vanidad o variación de humor. Esto revela debilidad de carácter. Sin embargo, puede existir una razón justa y fundamentada. Vale recordar que la palabra debe estar asociada a la verdad. La verdad está siempre ligada al bien, es la manifestación consciente a favor de la luz. ¿Cómo comportarse cuando surge un hecho o una visión que modifique el entendimiento de aquella realidad? ¿Debemos mantenernos fieles a la palabra aun siendo desleal a la verdad y a la luz? Esto sería como permitir el mal de manera consciente”.

Aquella óptica me desconcertó y debo haber manifestado espanto en mi expresión, pues ella ejemplificó el raciocinio: “Imagínese a un rey que condena a un supuesto malhechor a la horca. Recuerde que la palabra tiene la fuerza equivalente a la pronunciación de una sentencia en el ámbito de quien la profiere. Llegada la hora final del infeliz para subir al andamio y con ello terminar sus días en esta existencia, surge un hecho irrefutable que demuestra la inocencia del condenado. ¿Debe el rey mantener la palabra o retractarse? ¿Retroceder ante una nueva verdad es un error? ¿Habrá dignidad en sostener la palabra aun descubriendo la equivocación contenida en ella? Percibe que cuando la sentencia fue proferida existía dignidad al pensar que ella traía la verdad en su contenido. No obstante, la verdad se modificó a la luz de una nueva realidad. ¿Habrá dignidad al mantener la palabra ante el error consciente?”

“Cuando era niña oía que “palabra de rey no se retracta”. Pues bien, un rey que no tiene las virtudes necesarias para revertir una posición sea cual sea, no merece ser señor de sí mismo”.

“Mantener la palabra, aun ante lo nuevo que modifica la vida, es la terquedad de los condicionamientos atávicos y sombríos del orgullo y de la vanidad. Demuestra el miedo ante la opinión ajena para admitir una equivocación, para lidiar con lo nuevo o con relación a su libertad de pensar y ser diferente. Durante siglos, mentes primitivas y malintencionadas vienen distorsionando el sentido de la palabra como instrumento del bien, imponiendo un falso concepto de honra, con la intensión de manipular las elecciones ajenas ante sus intereses egoístas y, con frecuencia, oscuros. Inconscientemente absorbemos estos vicios. De otro lado, hay que tener humildad y simplicidad para buscar a la otra persona y revelarle que la visión se modificó, reconocer el engaño, pedir disculpas por lo ocurrido, reparar algún daño que por ventura le haya causado y seguir en paz, pues independiente de lo que digan, hay que tener compasión por aquellos que quedaron inconformes. La paz nace de la percepción de caminar del lado iluminado del Sendero. Entonces, ella, la paz, no será más una concesión transitoria y se convertirá en una conquista definitiva”.

Hizo una pausa para mirar las estrellas como si buscara inspiración y concluyó: “Retractarse en la palabra, siempre que sea para mantener conexión con la verdad no es deshonra, es la real dignidad. Es una actitud de respeto hacia el compromiso asumido con uno mismo y con la luz. Anterior a la palabra que yo pueda empeñar ante alguien tengo un compromiso primordial con la luz. Si algo se modifica en el lapso de tiempo entre el acuerdo y la ejecución, me mantendré fiel a la verdad, aunque me lleve a retroceder con relación a la palabra”. Me miró a los ojos y complementó el recado: “Aunque haya que enfrentar insubordinaciones, ofensas, incomprensiones, provocaciones o calumnias. En ese caso es preciso coraje, paciencia y tolerancia, además de amor, por supuesto. Ser digno es vivir de acuerdo con la verdad. Vivir la verdad es caminar en el sentido de la luz. A menudo, el mapa de la vida más adelante nos muestra la posibilidad de una mejor interpretación. Acepte que esto puede provocar cambios de rutas para mantener el destino inalterable, pues todos los días es exigido el perfeccionamiento de las elecciones, siempre orientadas por las virtudes y asociadas a sus inevitables transformaciones”.

Le pregunté si ella creía que el caravanero había manchado su palabra. Ella se encogió de hombros y comentó: “Considero que él modificó el compromiso en función de un bien mayor. Me parece justo. Él tiene la responsabilidad de empeñar sus mejores esfuerzos para que la caravana llegue al destino”. Me miró con sus ojos color lapislázuli y me aconsejó: “Cierre los ojos y reflexione por sí mismo. El entendimiento es su fortuna y herencia”.

Cuando abrí los ojos el cielo clareaba y la mujer ya no estaba allí.

 

Gentilmente traducido por Maria del Pilar Linares.

 

 

 

 

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