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El octavo día de la travesía: Las tempestades de arena y el alma

La caravana iniciaba su octavo día de viaje. El campamento despertaba. Me alejé para una ligera meditación cuando vi al caravanero, distante de todos, con su halcón posado en los gruesos guantes de cuero que usaba en el brazo izquierdo. Me distraje esperando el vuelo del ave que solía cazar al inicio y al final del día. Me asombró que el halcón se rehusara a volar y cuando el caravanero retornó al campamento con pasos apresurados, entendí que algo andaba mal. Aunque no oí qué decía, vi cuando dio algunas órdenes a los encargados. Pronto llegó la noticia de que una tempestad de arena se aproximaba. Se nos orientó a partir lo más rápido posible en busca de un lugar en el que pudiésemos enfrentar la tempestad con un poco más de seguridad. Yo había oído historias de caravanas enteras que sucumbieron ante las violentas tempestades de arena, equivalente a las avalanchas de las montañas. En pocos minutos estábamos montados en los camellos y caballos, en ayunas, continuando el viaje. Marchábamos en absoluto silencio. Los ojos de todos denotaban angustia patrullando el horizonte en busca de cualquier señal. El cielo, con el natural azul intenso del desierto, me parecía igual al de los días anteriores. La temperatura comenzaba a aumentar a medida que el sol escalaba la bóveda celeste. Nada me pareció diferente, salvo el miedo que amplificaba la extraña quietud de la marcha aquel día. Noté que el caravanero nos condujo hacia un espacio abierto, lejos de las dunas, que se mueven al compás de los vientos para que no nos enterraran durante la tempestad. Cuando paramos para un breve descanso, el caravanero se retiró y se sentó sobre las piernas en posición de oración. Al sentir que me aproximaba, abrió los ojos y me encaró. Hice una señal preguntando si podía acercarme y él lo autorizó con un movimiento de cabeza. Indagué si podíamos rezar juntos. Con la quijada me indicó un lugar para que me sentara a su lado. Le confesé que estaba con miedo y quise saber si él también lo estaba. El caravanero respondió con serenidad: “Todos sienten miedo ante la inminencia de un mal. Pido por luz y protección. Mi oración tiene solamente dos palabras”.

Luz y protección, ¿así de simple? Quise saber la razón de una plegaria tan sencilla. Con los ojos cerrados, explicó: “Dios, independiente de la manera como lo concibamos, habita en cada uno de nosotros. El alma es el templo de lo sagrado, el único lugar donde el encuentro es posible. No es el tamaño de la oración que abrirá esa puerta, sino la pureza de los sentimientos aliada al entendimiento de sí mismo que, en resumen, es el código del Camino. Ante los peligros de la existencia pido protección contra los males con los cuales aún no puedo luchar y luz, para aclarar mis elecciones frente a aquellos que ya puedo enfrentar. Los buenos espíritus del desierto estarán siempre dispuestos a auxiliarnos, pero jamás harán la parte que nos cabe hacer pues, de lo contrario, estarían interfiriendo en el desarrollo personal. Pese a los enormes riesgos de una tempestad de arena, la tempestad del alma es infinitamente más arrasadora”.

También cerré los ojos y no pronunciamos palabra durante un tiempo que no pude precisar. Dejé que el silencio me condujese en viaje a mi interior, como una visita guiada a través de los jardines de mis memorias, ideas y emociones; serené las agitadas, me nutrí con las sutiles. Una agradable sensación de ligereza me envolvió lentamente como cuando, aun siendo niño, mis padres me llevaban a pasear al parque, hasta que me deparé con un antiguo conocido, un viejo enemigo: el miedo.

Inmediatamente, lo que era bienestar se volvió angustia. El miedo siempre había sido cruel y una de las principales causas de mis sufrimientos. El miedo me saludaba mostrándome la derrota en diversos aspectos de la existencia. Desastres, enfermedades, desempleo, abandono y fracaso eran algunos de los ejes de la rueda que desde siempre giraban dentro de mí.

De otro lado pensé que, si el miedo estaba en mí, éste era de mi autoría; por lo tanto, pasible de otro significado. Tenía que dejar de asustarme, de encogerme y de huir de él. Aunque fuera un personaje de mi creación, el miedo había crecido durante siglos, ganando autonomía. Fingir que no existía o negar su presencia solo lo agigantaba. Era necesario, en primera instancia, enfrentarlo con sabiduría. La antítesis del miedo es el coraje. Se me ocurrió que para tener coraje es preciso que antes exista el miedo; sin uno no existe el otro. El miedo es la oruga; la mariposa, el coraje. Esto, en seguida, me permitió ver y abrazar al miedo con amor. Sí, el miedo se alimenta de la ausencia de amor primordial, el amor por sí y por la vida; por lo tanto, yo podría, a través del amor, reinventar el miedo como personaje, darle otro contexto y función en mi historia y con ello, invertir sus consecuencias funestas. Matar o sofocar al miedo sería un error. En un tercero acto le mostré al miedo – o, en esencia, a mí mismo – las posibilidades infinitas de la luz. Le dije al miedo que aceptaría sus avisos ante los peligros inminentes del mundo, pero que esto jamás me paralizaría. Al contrario, serviría para estar atento y mejor preparado a cada día. El miedo ya no tendría la fuerza para hacerme esconder de la vida ni hurtaría la alegría de las mañanas. A partir de aquel instante se tornaría un buen consejero cuya función sería hacerme recordar que tengo que pulir mis dones en vez de abandonarlos; de compartir con el mundo mis mejores frutos en vez de guardarlos conmigo; y, sobre todas las cosas, nunca desistir de continuar. El miedo me recordaría, todos los días, que solo está triste quien desiste de sus sueños. En aquel instante me convertí en un hábil creador de mí mismo, capaz de transmutar un peligroso enemigo ancestral en un valioso aliado contemporáneo.

La agradable sensación de ligereza volvió y esta vez trajo consigo una extraña fuerza. Cuando abrí los ojos percibí que el caravanero me miraba. Él arqueó los labios con una leve sonrisa como si supiera a dónde yo había ido y con quien me había encontrado. Antes de que pudiese trazar algún comentario, apuntó hacia el horizonte con la quijada. Densas y oscuras nubes se avecinaban. A diferencia de antes, sentí un inconmensurable poder con una mezcla de virtudes. Entendí que cada vez que exista coraje para enfrentar los problemas que se presentan, amor para aprender con ellos, paciencia para aceptar el momento, sabiduría para superar la situación y fe para moverse en el sentido de la luz, lo sagrado que habita en mí, nunca faltará protección y ningún mal podrá alcanzarme.

Sí, luz y protección; tan y solamente. Le sonreí al caravanero dada la complicidad ante la revelación de parte del arte que compone la plenitud, que revela la verdad y permea el todo. Sin decir palabra, corrimos al encuentro de la caravana para ayudar a quien pudiéramos, especialmente a los desesperados.

El caravanero dio órdenes para que todos se reunieran en un solo cuerpo. “Todos somos uno”, orientaban los encargados de la caravana, pidiéndole a las personas que, de rodillas, se uniesen en un gran abrazo colectivo. Una común-unidad. Era la mejor manera de enfrentar la tempestad. Todas las tempestades. Las nubes se aproximaban rápidamente y se nos aconsejó que cubriéramos el rostro por causa de la violencia de la arena lanzada por el viento. En ese momento divisé una anciana separada del grupo, sentada en el suelo, a una distancia de unos 100 metros de donde estábamos. Al intentar aproximarme, un mercader que estaba a mi lado, al percibir mi intención dijo que sería inútil, pues ella tenía dificultad de locomoción. La tempestad me alcanzaría en terreno abierto y moriríamos los dos. Agregó que no debería pasar por “héroe”, que tal vez la hora de ella había llegado, que el destino debía cumplirse y que el destino de ella no estaba amarrado al mío. En fracción de segundos ponderé las razones del hombre y no tuve duda de que hablaba orientado por el miedo, que a su vez era dominado por las sombras. Mi miedo, como buen consejero, me decía que no se trataba de una cuestión de heroísmo, mas a pesar del peligro, no debería desperdiciar la oportunidad de ejercitar el amor que sentía por aquella mujer desamparada. Volví a intentar soltarme, pero él volvió a sujetarme. Lo miré con sincera compasión. Fue suficiente para que soltara su mano de mi brazo. Corrí en dirección a la anciana. La ventisca me desequilibraba y le rogué a los buenos espíritus del desierto que no me dejaran caer. Cuando la abracé recibí una mirada de gratitud tan profunda que no sabría traducir en palabras. Aunque la tempestad no aminoraba ni un poco, mi corazón, alimentado por el amor de aquella señora, serenó el temporal dentro de mí. Percibí que ella también estaba en paz y se deleitaba con mi amor. Le dije que teníamos que correr hacia el grupo antes que la tempestad aumentara. Ella confesó que tenía dificultad para caminar. Imploró con honestidad que retornase y me salvara. Me miró a los ojos y dijo que me fuera tranquilo, que ella y Dios eran muy buenos amigos; adicionó que no estaría desamparada y me regaló una luminosa sonrisa.

Yo estaba decidido a no abandonar a la anciana. Allí el tiempo pasaba veloz y la tempestad ya no nos permitió reunirnos con el resto de la caravana. Fue cuando percibí que, junto al grupo, el caravanero me miraba. Me hizo una señal para que mirara hacia atrás. Vi que tres camellos, por instinto de supervivencia, estaban acostados y agrupados a una pequeña distancia de donde yo estaba. Volví a mirar al caravanero y él meneó la cabeza asintiendo que era eso lo que estaba pensado. Sin dudarlo, tomé a la anciana en mis brazos, corrí para protegernos junto a los animales e intentar resistir a la intemperie. Acostados entre los camellos, enfrentamos el terrible clímax de la tempestad.

Me desmayé sin percibirlo y desperté con dos ojos color lapislázuli. Unas de las manos de la bella mujer apoyaban mi cabeza, mientras la otra me ofrecía agua de una cantimplora. Algunos encargados de la caravana me ayudaron a retirar la capa de arena que me cubría. La anciana, un poco más distante, estaba bien y era cuidada por otras personas. Ella me saludó y sonrió en agradecimiento. Me senté en la arena y cuando estuvimos a solas, le conté a la bella mujer todo lo que había acontecido desde temprano. Dije que le debía agradecimientos al caravanero por la lección. Ella comentó: “Higos no brotan en palmeras de dátiles”. Le pedí que se explicara mejor. La mujer aclaró: “El entendimiento solo florece porque la semilla ya está lista para germinar; de lo contrario, de nada servirían las más sabias palabras”.

Confesé que en aquella noche yo dormiría como un hombre diferente de aquel que se despertó por la mañana. Mencioné que la manera en que tratara a mis emociones haría de ellas enemigas o aliadas. Este era un gran poder y era mío. La mujer meneó la cabeza en concordancia y dijo: “Todos los días tenemos oportunidades para transformar plomo en oro, prisiones en alas, de curar las heridas. Esta es la transmutación alquímica pura y sencilla; profunda e infinita. No obstante, la desperdiciamos por mantener cerradas las cortinas que recubren la verdad. Nos mantenemos en la tempestad al negarnos a abrir la puerta que nos conduce al alma”.

En ese instante fue dada la orden de retomar la cabalgadura. La caravana seguiría su curso, inexorablemente. Me levanté, me sacudí la arena que todavía tenía en mi ropa y, cuando miré al lado, no tuve como dejar de dar una agradable carcajada por la previsible y, al mismo tiempo, inusitada escena recurrente. La bella mujer de ojos color lapislázuli se había desvanecido en el aire.

 

Gentilmente traducido por Maria del Pilar Linares.

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