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El segundo portal

Estaba encantado por haber descubierto el mapa para conocer los ocho portales del Camino; las etapas a ser superadas en el sendero hacia la luz. Aunque imaginaba que tal conocimiento solo fuera posible para círculos iniciáticos y esotéricos cerrados, en verdad, hacía mucho tiempo estaba disponible para toda la humanidad en un libro de fácil acceso. Hace dos mil años ese conocimiento palpita de manera simple y humilde, amorosa al extremo, a la manera del Maestro y a la espera de todas las personas, en uno de los textos más bellos y profundos ya redactados: el Sermón de la Montaña. Las bienaventuranzas, donde son enumerados los ocho portales, es un pequeño trecho contenido al inicio del Sermón que, a su vez, integra el Libro de Mateo, una de las cuatro Escrituras que componen la parte renovadora de la Biblia. No obstante, es necesario “ojos para leer” con el fin de profundizar en todas las posibilidades de expansión de consciencia ofrecidas por aquellas palabras. El Sermón de la Montaña, especialmente las bienaventuranzas, no puede ser leído literalmente, según los estrechos límites de los vocabularios, pero en su intimidad, con la proximidad del alma y con lentes depurados, es posible ampliar las fronteras de la percepción sobre quién soy y en quién puedo convertirme, a medida que entiendo la importancia del otro en mi vida. Al comprender que las dificultades existen para impulsar mi proceso evolutivo, puedo alinear en la luz los opuestos que me habitan para así alcanzar la plenitud, compuesta de las riquezas inmateriales de la libertad, la dignidad, la paz, la felicidad y el amor incondicional. Una riqueza mayor que no encontraré en ningún lugar del mundo salvo dentro de mí mismo; herencia única e imperecedera que podré llevar en el equipaje hacia las Tierras Altas. El Camino de la Luz no es un sendero que se recorre externamente; es un viaje que se hace universo adentro y no por ello menos fácil. Cuando se inicia, revela el poder inconmensurable contenido en la sabiduría de descubrir que “siempre tengo todo lo que necesito”. Esto es sagrado al ser liberador. En contrapartida, el mundo es el desierto que ayudo a transformar en jardín a medida que las virtudes que florecen en lo más íntimo de mi ser, a través de las elecciones que hago.

El Viejo, como cariñosamente llamábamos al monje más antiguo de la Orden, hacía días me había revelado el Primer Portal, el portal de la lucidez, y sobre las virtudes que le son inherentes, sin las cuales no podemos atravesarlo para seguir rumbo a la próxima etapa. El Segundo Portal está codificado de la siguiente manera: “Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados”.

Yo lo había leído y releído varias veces, reflexionado y meditado, sin encontrar la llave para abrir esa puerta. Comencé a buscar al Viejo en todos los lugares del monasterio en busca de auxilio. Vagaba sin éxito por los corredores, salas, biblioteca, comedor y jardines. De cada persona que encontraba, recibía diferente respuesta de su paradero. Cuando llegaba a algún lugar él ya no estaba. Proseguí mi peregrinación en busca del Viejo, cuando fui interceptado por Lucca, el monje responsable por los famosos chocolates fabricados en el monasterio y fuente de subsistencia de la Orden, ya que donaciones no son aceptadas. Él me informó que una pareja nos procuró en busca de ayuda. Su hija había fallecido en un accidente automovilístico, situación que los dejó desorientados y envueltos en mucho dolor. Respondí que estaba ocupado y le pedí que transfiriera la asistencia a otro monje, como denominamos a todos los miembros de la hermandad. Lucca me explicó que no podía hacer eso, pues había sido el Viejo quien me había indicado para atender a los padres de la joven. Como decano y orientador pedagógico de la Orden, las directrices del Viejo solo podrían ser cambiadas por él mismo. Argumenté que el Viejo siempre era flexible y generoso con nuestras sugerencias, pues a menudo las modificaba a pedido nuestro. Lucca estuvo de acuerdo conmigo, mas me recordó que la decisión no podía ser suya, sino del Viejo. Contrariado, seguí hacia la sala donde la pareja aguardaba.

Como me lo esperaba, encontré a un padre y a una madre trastornados. Percibí que aquella conversación sería demorada. Disimulé para esconder mi impaciencia por estar con ellos. Yo quería terminar pronto para volver a mis estudios. Yo estaba allí, pero mi corazón no. Me presenté a los padres con educación como se debe, les ofrecí mis pésames de manera formal y me senté a su lado. Cuando íbamos a comenzar a conversar fuimos interrumpidos por la llegada del Viejo, con sus pasos lentos pero firmes y debidamente apoyado en su bastón. Sin decir palabra, les dio un fuerte y demorado abrazo. Los ojos del monje brillaban de manera diferente; era bondad pura y sincera. El ambiente de la sala se transformó de inmediato. Él les dijo a los padres: “Ya enfrenté una tempestad parecida a esta y sé que no es fácil, pero sé que es posible sobrevivir y aprender a navegar mejor”. La madre, entre lágrimas, volvió a abrazar al Viejo por un largo tiempo. La solidaridad los aproximaba. El Viejo dejó claro que no tenía prisa y que tendría toda la serenidad necesaria. Estaba claro que el monje estaba allí por amor y esto, además de ser claramente perceptible, marcaba una enorme diferencia. En seguida dijo con dulzura: “Me gustaría conocer más sobre su hija. ¿Pueden contarme?”.

Por más de una hora oímos a los padres, con lágrimas en los ojos, hablar sobre la hija que partió, de las memorias vivas que latían y de la nostalgia que les dilaceraba el alma. Después, con mucha delicadeza, el Viejo ofreció la visión que tenemos en la Orden sobre la muerte, que no es un fin, sino el cambio de rumbo en un viaje que debe proseguir para otras esferas de vida, como continuidad de la educación evolutiva. La muerte es vista no como una pérdida, sino como una sabia y amorosa transformación. Dijo también que la nostalgia debería ser vista como algo bueno, al ser testigo del amor, tesoro puro e imperecedero. No obstante, él sabía que en aquel instante sus palabras sufrirían natural resistencia dado el condicionamiento físico y material que solemos tener con relación a la vida. Sabía también que la buena semilla no se pierde, apenas aguarda con paciencia la fertilización del suelo para germinar. Aquellos padres necesitaban, como en la mayoría de los casos, manifestar su sufrimiento para no explotar de dolor; por esto, los dejó hablar y los escuchó sin el menor resquicio de prisa. De vez en cuando el monje intercalaba la narración de los padres con una buena palabra, con el exacto condimento entre la dulzura y la firmeza para, de un lado, calentar los corazones y, de otro, alimentar la esperanza frente a la vida. En la oscuridad del momento, él les ofrecía en gotas la otra cara de la vida. El rostro de la luz.

Poco a poco, a pesar de la tristeza que demoraría muchos días para ser transmutada, el ambiente pesado del inicio dio lugar a una perceptible ligereza en el ambiente. Entonces, el Viejo los invitó a tomar café con torta en la cafetería del monasterio. Bromeó diciendo que sería una experiencia gastronómica inolvidable y, por lo tanto, no aceptaba excusas. Envueltos con tanto cariño y comprensión, cada uno de ellos se agarró de uno de los brazos del Viejo y se dirigieron al restaurante; yo los seguí. Otros monjes llegaron a donde estábamos y abrazaron amorosamente a los padres. Se sentaron con nosotros en la mesa. Juntos, conversamos sobre varios asuntos relacionados con el viaje de la hija. Muchas historias fueron contadas, todas con un mensaje de luz. Por algunos instantes vi a los padres esbozar algunas sonrisas y aunque tímidas, eran sonrisas inexistentes cuando llegaron. Al partir se llevaron algo bueno sembrado en sus corazones.

Los demás monjes regresaron a sus quehaceres, así que quedamos el Viejo y yo, sentados en la mesa. Él se volteó y me preguntó: “¿Entendiste el Segundo Portal?”. Solo entonces comencé a unir una cosa con la otra. “Bienaventurados los que lloran porque ellos serán consolados”, dijo. No obstante, le comenté que no podía hacer todas las correlaciones necesarias entre lo que acababa de presenciar y la lección milenaria para su perfecto entendimiento. El Viejo aclaró: “Así como el Primer Portal es el de la lucidez, en el cual para atravesarlo es necesario entender quién todavía no somos, autorizado para aquellos ya despojados de la vanidad y el orgullo, el Segundo Portal es el de la bondad, solo permitido a los jardineros del mundo. Para entrar es preciso usar el propio corazón como semilla para que germinen flores en el desierto de otro corazón”.

Llenó mi taza de café y bromeó diciendo que era para ayudarme a pensar. Se levantó y me sugirió que me esforzara en entender, pues era una condición indispensable: “¿Cómo atravesar una puerta si no podemos verla?”, señaló antes de salir.

Solitario, comencé el trabajo de relacionar todos los puntos para visualizar el todo. Ya sabía que para atravesar cada uno de los portales era necesario sedimentar un grupo de virtudes. Así que comencé a rememorar los acontecimientos de aquel día para percibir qué virtudes afloraban de los hechos que había presenciado. Los padres de la joven lloraban y fueron consolados. ¿Qué virtudes eran posibles extraer de aquellas lágrimas? Llorar por quien amamos es como gustar de quien nos ama, es como hacer el bien a las personas queridas; no hay mayores virtudes en esto. No podía relacionar el hecho con la lección. Yo me esforzaba en vano para recordar el sufrimiento de aquellos padres en el intento de descifrar el enigma.

Pasó bastante tiempo hasta terminar mi taza de café sin avanzar en la lección. Estaba próximo a desistir cuando las palabras del Viejo me vinieron a la mente: “Es necesario usar el propio corazón como semilla para que germinen flores en el desierto de otro corazón”. ¡Sí, era eso! Era necesario que mi corazón promoviera el alivio y la cura para el sufrimiento de otro corazón. Bienaventurados los que lloran, no sus propios dolores, pues en esto, aunque es comprensible, no hay nada de extraordinario. Bienaventurados los que tienen la sensibilidad de sentir el sufrimiento ajeno y, según sus verdaderas posibilidades, esforzarse para atenuarlo, pues recibirán el abrazo mayor, la más bella de todas las sonrisas.

A partir de ese punto, el Segundo Portal comenzó a dibujarse con increíble claridad. Aquel día yo había visto la manifestación de muchas virtudes, especialmente por parte del Viejo. Generosidad, dulzura, solidaridad, ánimo, paciencia y gratitud, eran las virtudes que se habían hecho presentes. Recordé los atributos de cada una de ellas.

La generosidad es la virtud de aquellos dispuestos a compartir lo mejor que tienen para ayudar a los otros. Sea en el aspecto material o en el espiritual. Un abrazo suele ser más valioso que un cheque. Son aquellos que se preocupan por los otros, son los que socorren, son los sensibles; son los sembradores del amor.

La solidaridad es la virtud de suplir la falta ajena; es sentir el dolor del otro y rehusarse a cruzar los brazos. Es la virtud de aquellos que, al tener el corazón del mundo en su propio corazón, practican el bien al otro como quien lo hace a sí mismo. La solidaridad se diferencia de la generosidad por el momento; mientras esta está siempre dispuesta a acoger al otro, aquella va en busca de las carencias del mundo para suplirlas aún antes de que se lo pidan. Los solidarios le enseñan al mundo que una sonrisa es posible; son los arquitectos de la esperanza.

La dulzura, la gentileza y la delicadeza son las virtudes con las que le muestro a cualquier persona la enorme importancia que ella tiene para mí y para el mundo. Son virtudes típicas de aquellos que plantan flores por la alegría de embellecer el sendero para que otros caminen. Son los que se rehúsan a ser causa de cualquier dolor; se niegan a la frialdad y a la indiferencia en el trato con la gente. Son los constructores de los puentes que aproximan los corazones del mundo.

El ánimo y el deseo son fundamentales para mover todas las virtudes, pues no basta sentir, es necesario realizar. Son los motores que nos impulsan a abrazar la vida.

La gratitud es la virtud de reconocer la belleza del otro. Es típica de aquellos que ven el mundo con los lentes de la luz. Son capaces de ver lo mejor que existe en cada cosa, persona y situación. Son aquellos que nos ayudan a construir un buen lugar para vivir.

Volví a llenar mi taza de café y me levanté. Fui a la terraza del monasterio. Me senté en una poltrona para apreciar las montañas. En verdad, estaba encantado con las maravillas que el Segundo Portal me ofrecía. En aquel momento pude percibir las posibilidades que se abrían para todos los que osaran atravesarlo, pues era el llamado para el perfeccionamiento de la Obra a través del mejoramiento íntimo. Atravesar el portal es aceptar la coautoría de este desafío. Todo lo que está en ti se refleja en el otro; las sombras y la luz. Es el entendimiento de que el otro es el rostro aún desconocido del todo del cual hacemos parte. Es la mirada para ver más allá de sí mismo. “Sé el mundo que deseas” ya no es más una idea, sino una elección. Es la consciencia y el ejercicio de hacer parte indisociable de algo mayor. Para atravesar el Segundo Portal es preciso sentir el alma del mundo latiendo en la propia alma para enseguida calentarla.

El Segundo Portal no habla del llanto con relación al propio dolor, sino con relación al dolor ajeno. Es sentir al otro en sí…es envolverlo con amor. Solamente entonces será permitido atravesar la puerta.

Siendo sincero y dado mi comportamiento de aquel día, admití que la puerta aún estaba cerrada para mí. Sin embargo, me alegré de poder verla. Generosidad, dulzura, solidaridad, ánimo, paciencia y gratitud eran las virtudes que yo necesitaba sedimentar en mí si quería atravesar el Segundo Portal del Camino. Ahora era librar la lucha interna para que, en un día cualquiera del tiempo sin fin, yo fuera merecedor de entrar por esa puerta. Es necesario avanzar en el sendero de la luz.

 

Gentilmente traducido por Maria del Pilar Linares.

 

 

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