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El décimo noveno día de la travesía. El médico del desierto y el maestro de todos los días.

Me levanté atrasado el décimo noveno día de la travesía debido a los conflictos de la noche anterior. El sol ya se encontraba encima del punto habitual, aunque todavía no estaba tarde. La caravana levantaba el campamento con la algarabía de siempre. Me gustaba levantarme temprano para apreciar el adiestramiento del halcón del caravanero, pero aquel día sólo lo vi cuando regresaba del ejercicio matinal, con el ave posada en el grueso guante de cuero que usaba en el brazo izquierdo. Arreglé mis cosas y las coloqué en la alforja sobre mi camello. Me hice a una taza de café y permanecí observando los preparativos finales para proseguir la travesía. Al partir, quien se hizo a mi lado fue Ingrid, la bella astrónoma. Camellos lado a lado y llevado por los celos, le pregunté si ella no marcharía al lado del astrólogo como lo había hecho los últimos días. Sin dejarse envolver por mis emociones pesadas ella comentó, de manera despreocupada, que le había agradado mucho conversar con él y entender un poco su oficio, aunque no estaba de acuerdo con su línea de raciocinio. Admitió que podía haber en aquel conocimiento milenario algo que la ciencia tal vez un día pudiese explicar, aunque lo consideraba improbable. Agregó que la ciencia era su maestra.

Argumenté que “existen más cosas entre el cielo y la tierra de lo que nuestra imaginación puede alcanzar”, usando la citación de un famoso iluminista del siglo XVIII. Sustenté también que ciencia y espiritualidad deberían ir de la mano, como complemento e inspiración. Ingrid dijo que todo aquello que no podía ser comprobado científicamente, no existía para ella, así de simple. Cuestioné cómo había sido la vida de las personas hace siglos dado que varios fenómenos solo habían tenido explicación científica mucho tiempo después. Mencioné que las enfermedades existían antes de que los virus y las bacterias fueran descubiertos y que muchos científicos de la época, aun los que se negaban en creer en la vida microscópica, murieron contaminados. La laguna entre creer y comprobar no hace la verdad falsa. Le recordé que los fundamentos de la famosa e incuestionable Ley de la Gravedad, formulada por Isaac Newton, habían sido colocados en jaque con la Teoría de la Relatividad de Albert Einstein, debido a la comprobación del desplazamiento de los cuerpos a través del espacio curvo alrededor del cuerpo en vez de la atracción de las masas. Muchas veces es cuestión de tiempo para que el conocimiento avance hasta determinado punto y sea posible la verificación y la posterior reformulación de conceptos. Comenté que la ciencia era exacta para una época específica, pero no para siempre, lo que comprobaba su inexactitud o exactitud temporal. Le dije además que había oído de un maestro que la ciencia avanza según el exacto desarrollo espiritual de la humanidad. Argüí que la espiritualidad era fuente de inspiración para la ciencia.

Ingrid se mostró impaciente con mi lógica. Dijo que yo debía dar menos oídos a personas que vivían fuera de la realidad, algunas con claros desvíos de comportamiento, otras con evidentes problemas siquiátricos. Sin mencionar a los charlatanes y aprovechadores, muy conocidos por la policía y por las víctimas. Estuve de acuerdo, pero repliqué diciendo que era preciso separar la paja del trigo y que la realidad podía, de otro lado, ir más allá de las ecuaciones matemáticas y laboratorios de investigación. Ella me provocó al decir que, a veces, cuestionaba mi sanidad. Agregó no considerar saludable que alguien atravesara el mayor desierto del planeta, como yo lo hacía, en el intento de conversar con un supuesto sabio derviche “conocedor de muchos secretos entre el cielo y la tierra”. Le devolví la acusación con el argumento de que, con millones de estrellas en el cielo de la ciudad donde ella vivía, era preciso mucha insensatez para atravesar el mismo desierto con la intención de observar una determinada constelación vista solamente desde el oasis.

La conversación subió de tono y como en toda discusión, quedamos profundamente irritados. Cuando la caravana paró al medio día para un breve descanso y un refrigerio, decidimos separarnos. Ingrid dijo que estaría mejor al lado del astrólogo; aunque místico como yo, era mucho más ponderado. Esto hizo con que mi irritación aumentara hasta llegar a la puerta de la rabia. Sin demora, la caravana prosiguió su marcha. Terminé al lado de un hombre de edad avanzada, de barba larga, pero bien arreglada. Aunque se comportaba de manera sencilla, percibí que la ropa que vestía, así como su turbante, eran confeccionados en tejidos finos. Él se presentó. Era Abdul, un médico de origen musulmán que, de tiempo en tiempo, viajaba al oasis para prestar asistencia a los enfermos del lugar. Le pregunté si sería bien remunerado por hacer aquel viaje tan desgastante. Él respondió que ganaba muy bien en su consultorio en Marraquech, donde tenía muchos pacientes que pagaban regiamente por las consultas. La atención que prestaba en el oasis no era cobrada, pues era una manera de retribuir las oportunidades ofrecidas al largo de su vida. Comenté que no había entendido. Abdul explicó que cuando era un joven académico hizo prácticas en un hospital público, siempre lleno de pacientes pobres, donde tuvo la posibilidad de aprender mucho gracias al gran número de personas que atendió, lo que le dio la posibilidad de avanzar enormemente en su carrera profesional. Por esto, y gracias a eso, pudo ser un médico competente, renombrado y bien remunerado. Llevar la cura a dónde se hacía necesario era una especie de oración; un agradecimiento por la posibilidad que tuvo para desarrollar su don; una manera de colocar su ciencia al servicio de Dios, en retribución por haber aprendido a través de Sus hijos. Adicionó que las palabras tienen mucho valor, pero que una oración precisa ir más allá del verbo.

Abdul comentó que mi expresión parecía trastornada. También dijo que mi aura emanaba un enorme desequilibrio. Le dije que había tenido una discusión muy desagradable en aquella mañana, a lo que él respondió: “Las personas apenas tienen sobre nosotros el poder que les concedemos; por lo tanto, no debemos concederle a nadie el poder de irritarnos o entristecernos”. En seguida, explicó que los equilibrios mental, emocional y espiritual eran de gran importancia para no ocasionar enfermedades en el cuerpo físico. Dijo que muchas enfermedades eran purgas a los malos tratos en nuestros cuerpos más sutiles, afectados por pasiones descontroladas y actitudes impensadas. Estas agresiones siempre se reflejan en disfunción en los órganos más sensibles del individuo o afectan al sistema inmunológico, abriendo las puertas para las infecciones oportunistas. ¿Él había hablado de otros cuerpos? Me pareció extraño. Comenté que desconocía la existencia de otros cuerpos, además del físico. El médico explicó que, aunque todavía no fuese aceptado por la ciencia, tenemos siete cuerpos, siendo el físico el más denso de ellos. El perfecto equilibrio entre los cuerpos inmateriales es fundamental para una buena salud en el plano material. Finalmente, comentó que las emociones pesadas y elecciones insensatas, siempre traen serios perjuicios al cuerpo físico, pues son como golpes en los cuerpos superiores, que empujan el impacto emocional de lo sutil en dirección a lo denso, razón de muchas enfermedades. Sin embargo, podía ser aún peor. Explicó que las pasiones sombrías y las elecciones egoístas nos dejan a merced de los espíritus igualmente desorientados que se aproxima, por afinidad, con sus malos consejos, en busca de complicidad. Mencionó que hacía parte de la buena salud prestar atención a quién nos acompaña y nos orienta.

Le dije que se me hacía raro que un médico usara aquel discurso. Abdul comentó que ciencia y espiritualidad convivían en su interior en plena armonía, no como competidores, sino como complementos. En seguida, explicó que existen médicos que cuidaban tan solo del cuerpo físico del paciente; ellos son muy importantes. Están también los que se ocupan de los demás cuerpos, relativos al alma del paciente; estos eran esenciales. Sin embargo, resaltó que en cualquiera de los cuerpos cabe al individuo la responsabilidad final ante la propia salud. “El poder sobre sí mismo, mayor o menor, es el poder que se tiene sobre la vida”, agregó. Con la mirada perdida en el horizonte, concluyó: “El ejercicio del poder de la vida a través del propio ser es el primer escalón para entender la fuerza de la Creación, latente en todas las criaturas. Así entiendo la fe”.

Argumenté que era imposible no afectarse con ciertas provocaciones. Le detallé mi discusión con Ingrid. Poco a poco, sin notarlo, fui subiendo nuevamente el nivel de mi irritación. Hablé durante largo tiempo. Al final, como el médico estaba en silencio, le pregunté si él no haría ningún comentario. Abdul dijo que ya había dicho todo lo que yo necesitaba saber. En aquel momento él hacía una oración para que Dios me iluminara y me protegiera. Rogaba por luz para mostrarme lo que yo aún no era capaz de ver y, de esa manera, hacer con que yo me protegiese de mí mismo. Nada me ofrecía tanto riesgo como mis emociones desenfrenadas e ideas distantes de la luz.

Hicimos el restante de la jornada sin pronunciar palabra. Al final de la tarde, cuando paramos para montar el campamento y pasar la noche, yo sabía que mi irritación no me dejaría dormir. Fui a donde Abdul y le pedí un calmante que me indujese el sueño. Argumenté que nada mejor que una noche bien dormida para restablecer el cuerpo. El médico respondió que nada mejor que una buena incomodidad para curar el alma.

Atónito, dije que no comprendía sus palabras. Abdul explicó que, aunque los medicamentos pudieran tener un aspecto sagrado por aliviar dolores y curar molestias, los dolores del alma no podían ser remediados ni deberían quedar anestesiados. El alma apenas se cura enfrentando el problema. Agregó que existía solo un tratamiento: el autoconocimiento. Explicó que todo sufrimiento es fruto de una visión equivocada sobre determinada situación, una situación presentada por las sombras que aceptamos desde siempre como la única y verdadera. La cura está en aprender a ver mediante los lentes de la luz. Conocerse a sí mismo para entender la razón del sufrimiento; ir hasta el origen del dolor, comprender su motivación, así como las emociones densas que se sobreponen a los sentimientos elevados; las posibilidades, siempre reales y verdaderas, de modificar la forma de ser y de vivir. Es del veneno que se hace el antídoto.

Explicó que en los tiempos actuales las personas huyen de sí mismas a cada incomodidad del alma, mediante calmantes, ansiolíticos u otras drogas que prometen letargo o una alegría fugaz. Toda molestia es el grito del alma que debe crecer, pues está incómoda con aquella manera de vivir. Es como si la vida fuera la ropa del alma. Cuando la vida se hace pequeña para aquella alma es preciso cambiar la forma de ser para que el alma pueda crecer. La vida acompaña y crece junto.

Dejar de ser quien fui hasta ahora para volverme otro, una persona diferente y mejor. Esto no es fácil y suele dar bastante trabajo, pues es necesario aceptar todo aquello que siempre fuimos, pero que por ser obsoleto no nos sirve más. Cambiar la visión, aceptar las equivocaciones, reparar los errores siempre que sea posible, cambiar las elecciones y transformar la vida.

Sin negar el pasado, envolverlo con amor, sabiduría y ánimo. Fomentar cada una de las virtudes como herramientas de la luz. Perdonarse y perdonar al mundo. Reinventarse a cada día hasta el día sin fin.

Sí, es mucho más fácil tomar ansiolíticos para huir de los dolores emocionales, pero no los resuelven, ni los curan; el individuo solo perpetuará su sufrimiento.

Transmutar las sombras en luz es el único remedio que cura el dolor del alma; después, seguir adelante hasta la próxima molestia, cuando iniciará un nuevo tratamiento. Así conquistamos la plenitud. Esto se llama evolución.

Resaltó que toda incomodidad apenas se transforma en evolución cuando se trata con amor; de lo contrario, no habrá solución y continuará incomodando, hasta que explote en rabia o implosione en depresión, trayendo aún más sufrimiento. Me miró a los ojos y me aconsejó de manera serena, como un padre lo hace con el hijo, que tuviera cuidado para no desperdiciar la oportunidad ofrecida aquel día, maestro de todos los demás días de mi vida.

Educado, Abdul pidió permiso y se retiró. Me alejé del barullo de la caravana y distante me senté en la arena. Sin ansiolítico, me vi forzado a concatenar las ideas; yo necesitaba entender. Aquel médico de origen musulmán me había presentado una gran cantidad de ideas y yo debía analizar dónde se encajaban en mí. Transcurrió un buen tiempo hasta que un indescriptible techo de estrellas me cubrió la cabeza. Sin darme cuenta, adormecí allí mismo. Desperté en medio de la noche. La bella mujer de ojos color lapislázuli estaba sentada a mi lado como si cuidara mi sueño. Sorprendido, me senté. A mí me gustaba conversar con ella; aunque era algo que huía de mi control, pues no siempre era posible encontrarla. Le conté sobre la pelea que había tenido con Ingrid y de las cosas que Abdul me había dicho. La mujer de ojos azules me interrumpió para aconsejarme: “Ahora relaciona una cosa con la otra”. Le pedí que se explicara mejor. La mujer fue atenta: “Una enfermedad se instaló hace días en ti. El médico te prescribió el remedio. La cura depende apenas de seguir el tratamiento”. Le pregunté si la dolencia a la cual ella se refería era Ingrid. La mujer fue vehemente: “¡Claro que no!”. Me miró como si fuera un niño y me explicó: “Los celos, el orgullo y la vanidad son sombras que siempre te ha acompañado. Sin ellas, las elecciones y opiniones de Ingrid serían tan solo las elecciones y las opiniones de Ingrid y no fuentes de tanta pelea y sufrimiento. Recuerda que tus sombras se manifestaron y te aprisionaron porque aún prevalecen sobre tu luz. He aquí la dolencia”.

Discordé de inmediato. Argumenté que no había porque hablar de celos, pues Ingrid y yo no éramos pareja o teníamos algún compromiso. La mujer de ojos azules sacudió la cabeza, como diciendo que yo no había entendido y volvió a explicar: “Los celos no se manifiestan solamente en una relación sentimental. Los celos son fruto de nuestra incapacidad de aceptar las elecciones y opiniones ajenas. Aunque son más comunes entre personas próximas, los celos se presentan cada vez que, cuando todavía estamos orientados por el condicionamiento ancestral de dominación, tenemos dificultad en lidiar con la libertad de otra persona. Puede ser la libertad de partir, de querer otra cosa, de pensar en algo diferente o el deseo de estar al lado de alguien diferente. Los celos, en verdad, demuestran nuestra inadecuación con relación a la libertad de los otros y, como consecuencia, a nuestra propia libertad, pues un carcelero está impedido de ser libre mientras tenga que vigilar la celda de su prisionero”.

“A su vez, la vanidad es el vicio ancestral que tenemos por los elogios. Por falta de autoestima, por desconocimiento de cuánta belleza existe en una vida dedicada a las virtudes, cuando estamos perdidos en el vacío de la existencia necesitamos que nos admiren. Ante la ausencia de aplausos sufrimos de crisis de abstinencia como cualquier adicto y, como consecuencia, viene el dolor. Como tenemos una enorme dificultad para identificar su origen dada la incapacidad de vernos ante un espejo que nos muestre más allá de aquello que deseamos ver, decidimos responsabilizar absurdamente a otros por la incomodidad que nos provocan al negarse a alimentar la dependencia que creamos”.

“Cuando aún es frágil en su esencia, el individuo se manifiesta a través del orgullo, como reacción conflictiva cuando alguien no se maravilla con él de la manera como deseaba. Ante la imposibilidad de convencer al mundo sobre su supuesta superioridad, él se rasga en dolor. Como un puñal, la sombra del orgullo corta las entrañas por la supuesta injusticia que cometieron al no reconocer la reina de las ilusiones: ‘somos mejores que los otros’”.

Le pregunté si ella creía que mi pelea con la astrónoma había sido por causa de los celos, la vanidad y la envidia. La mujer de ojos azules colocó el dedo en la cabeza como quien sugiere que lo piense. Argumenté que en aquella mañana Ingrid fue movida por sombras iguales a las mías, pues teníamos argumentos parecidos. Ella me corrigió: “Deja de perder tiempo con las sombras ajenas. Las tuyas ya son suficientes al punto de no poder soportarlas. Vigílate a ti mismo; aprende a abrir las rejas de la propia prisión. Solamente cuando seas libre podrás colaborar con la libertad del mundo”.

Ella hizo mención en levantarse para salir. Antes, le comenté que yo tenía la enfermedad, el diagnóstico y el remedio. Para llegar a la cura yo necesitaba seguir el tratamiento. Agregué que aquella sería una noche difícil. Ella se giró y dijo: “Un tratamiento puede tener un gusto amargo si te avergüenzas de los errores del pasado, o puede demorar un largo tiempo si te paralizas ante cada dificultad. No obstante, puede tener un sabor dulce si eres capaz de percibir la belleza conquistada a cada día y también puede no demorar si entiendes la riqueza de todos los días. Un maestro por día, cada día como un maestro”.

Finalmente, concluyó: “La cura depende tan solo de ti, como todo lo demás que verdaderamente tiene valor en la vida”.

Ella se alejó lentamente hasta desaparecer entre las dunas, iluminada apenas por las estrellas. Por primera vez percibí el infinito poder de cura ofrecido en cada existencia y sentí el enorme amor de la vida dedicado a mí. Sonreí en gratitud. Sentí el deseo de abrazarme. Fue una noche inolvidable que pasé conmigo mismo.

 

 

 

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