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El vigésimo tercer día de travesía. La verdad del desierto

La caravana era un universo. La familia, el trabajo, los amigos son algunos de los pequeñísimos universos que coexisten en la vida de todas las personas con particularidades, patrones, dificultades, placeres, lecciones, entre otras características evolutivas, afines a sus habitantes. Esa era la reflexión que me ocupaba la mente en aquella mañana. Estaba sentado en la arena, un poco distante de la caravana, con una taza de café en la mano. El día despuntaba. Había terminado de hacer mi oración y observaba al caravanero en el adiestramiento matinal de su halcón. Los pensamientos corrían libres al recordar todos los acontecimientos de aquella travesía por el desierto que mal había pasado de la mitad. Era el vigésimo tercero de los cuarenta días necesarios para llegar al oasis, donde pretendía conversar con un sabio derviche, “conocedor de muchos secretos entre el cielo y la tierra”. Pensaba no solo en los hechos ocurridos, fuente de valiosas lecciones, sino también en las personas que había conocido allí. Cada una de ellas era única y poseía una belleza peculiar. No obstante, era innegable que algunas demostraban una enorme fuerza, mientras otras revelaban su fragilidad. Por toda la filosofía que había estudiado, por todas las experiencias metafísicas que había vivido, yo me consideraba un apto conocedor del alma humana. En ese momento, mientras los pensamientos me entretenían, tuve una agradable sorpresa. La bella mujer de ojos color lapislázuli se sentó a mi lado. Sin decir palabra, apenas sonrió. Animado, pronto puse tema y le conté sobre las observaciones que hacía de las personas. Le comenté sobre aquellas que me parecían seguras de sí, de su lugar en el mundo y de aquellas que se mostraban perdidas, sin haber logrado construir la propia personalidad.

Aunque permanecía callada, la bella mujer de ojos azules me miraba con interés. Decidí ampliar mi discurso con buenos ejemplos encontrados en la caravana. Comenté acerca de un rico mercader de tapetes que seguía con un enorme séquito de empleados, mostrándose firme en sus órdenes y hasta algo duro en el trato con las personas; sin embargo, todo parecía funcionar a satisfacción a su alrededor. Cité cómo una linda española, conocida reportera de un canal de televisión, se mostraba dueña de su propia voluntad, segura de sus decisiones y cómo las personas parecían fascinadas con su desenvoltura. Había también un hombre muy popular, buen contador de historias divertidas. Siempre estaba rodeado de otros viajeros que, encantados, lo oían con atención y carcajadas. Él poseía una enorme capacidad de responder prontamente a cualquier indagación o a contar un interesante caso ante cada comentario hecho por alguien. Eran tres ejemplos de personas muy bien resueltas.

Por otro lado, había un joven peregrino que también viajaba para conocer al sabio derviche. Estaba siempre con un libro en la mano y no se cansaba de preguntar sobre todo a todos. Parecía no saber nada. Dije que, tal vez dada su poca edad, me parecía un hombre aún sin rumbo. Comenté sobre una señora ya viuda y sin hijos, que siempre estaba lista para ayudar cuando alguien se sentía mal. Afirmé que el hecho de ella preocuparse por otros era una forma de llenar la ausencia de la familia. No era necesariamente un acto de amor, sino de ocupación. Finalmente, me referí a uno de los encargados de la caravana, un hombre trabajador, siempre solícito a los pedidos de los viajeros. Él vivía como si no tuviese vida propia; tal vez por tener una existencia miserable, atender a los otros fuera la manera que encontró de participar de la buena vida ajena, mostrarse útil al mundo y atribuirse algún valor. Señalé tres modelos de personas frágiles y desorientadas.

La bella mujer de ojos azules me preguntó si yo había convivido con esas personas. Le expliqué que no, pero le garanticé que yo era un excelente observador. Ella tan solo meneó la cabeza como diciendo que entendía y no hizo ningún comentario. Enseguida avisaron que la caravana partiría para un trecho más de la travesía. El día transcurrió sin mayores novedades. Montado en mi camello, seguí envuelto en ilaciones con respecto a la formación de la personalidad, sobre la fuerza y la fragilidad del alma humana. Percibí que, durante una buena parte de la marcha, la bella mujer de ojos color lapislázuli anduvo con su caballo emparejado al del caravanero en una demorada conversación. 

Como de costumbre, paramos al final de la tarde para montar el campamento y pernoctar. Antes de que la cena fuese servida, recibí una invitación para cenar con el caravanero. A veces, siempre en la noche, él llamaba a algunos integrantes de la caravana a su tienda, con la intención de estrechar la convivencia entre todos los viajeros. La tienda era muy sencilla, sin ningún lujo, con muchas almohadas e iluminada con varias velas, dándole un clima agradable al lugar. Me sentí cómodo al entrar. Fui el primero en llegar. El caravanero me recibió con una sonrisa sincera y me dijo que me pusiera cómodo. Me senté sobre uno de los tapetes que revestía el piso de la tienda y me recosté en un enorme cojín. Las llamas centelleantes de las velas realzaban los estampados de las almohadas y tapetes; las estrellas que se vislumbraban por la entrada de la tienda ayudaban a darle a la noche un ambiente mágico. 

En el centro de la tienda una enorme tabla redonda, sostenida por cojines, contenía comidas y bebidas. Nada sofisticado, mas con óptima apariencia. Inciensos perfumaban el ambiente. Pronto comenzaron a llegar los demás invitados. Para mi sorpresa, poco a poco entraron el rico mercader de tapetes, el popular contador de chistes, la viuda, el joven estudiante, la linda presentadora de televisión, casi al mismo tiempo en que arribó el solícito encargado de la caravana. Todos aquellos que yo había mencionado a la bella mujer de ojos color lapislázuli por la mañana. El caravanero, como anfitrión, nos presentó a todos solo por los nombres, sin ninguna otra referencia personal o profesional. Las personas se mostraron gentiles al saludar. No demoró para que el rico mercader de tapetes comenzara a contar que, en verdad, no podría estar en aquella travesía, pues grandes negocios dependían de su presencia para ser cerrados en Marraquech. La linda presentadora, que viajaba para realizar un reportaje sobre el oasis, reveló que deseaba retornar pronto para tener tiempo de hacer la cobertura de la entrega de premios de un famoso festival de cine en Francia. El popular humorista no perdió la oportunidad para contar una cómica historia vivida por él al lado de un amigo, un actor internacionalmente conocido, que se vio envuelto en una situación incómoda. Sin duda, aquellas eran personas muy importantes y bien resueltas con relación a las propias vidas. Cada uno de ellos dejó eso bien claro al inicio de la cena. Sin darse cuenta, los tres comenzaron a disputar la atención de todos en la tienda. Tuve la extraña sensación de que la tienda disminuía de tamaño a cada minuto que pasaba.

Pensé en hablar sobre mi agencia de publicidad o sobre mis estudios sobre filosofía y metafísica, mas percibí que no había espacio para que yo expusiera mi vida en aquella tienda; era una vida sin algún interés para ellos. Junto a la viuda, el funcionario de la caravana y el joven peregrino, solo nos restaba la tarea de oír a los otros tres. En determinado momento, cuando el mercader le pidió al encargado que le preparara un plato, la reportera aprovechó para solicitar que le llenara su copa. El caravanero intervino para recordarles que el funcionario estaba en la cena como un invitado más. Con educación pidió que cada uno se sirviera para así todos aprovechar igualmente la convivencia y la noche. Hubo un pequeño malestar que las personas se esforzaron en disfrazar.

Noté que el mercader, la presentadora y el humorista no estaban interesados en oír lo que los otros decían, pero estaban atentos a la menor pausa, para iniciar una nueva historia, con la cual retomaban el centro de la narrativa. La tienda parecía pequeña y el aire se sentía pesado para respirar, algo común donde encontramos egos exacerbados y almas inseguras. Fue cuando entró, sin aviso ni presentación, la bella mujer de ojos color lapislázuli. Todos se voltearon hacia ella. Con una flauta, comenzó a entonar una de las melodías más dulces que recuerde haber oído. Mientras tocaba, bailaba suavemente entre los invitados. La música silenció a todos. Tuve la nítida sensación de que las notas musicales limpiaron la atmósfera densa, renovándola por otra más leve y sutil.

Luego de unos breves minutos, la mujer de ojos azules cesó la música y se sentó al lado del caravanero sin decir palabra. Algo había cambiado. Había un silencio perturbador en la tienda. Enseguida y casi al mismo tiempo, el mercader, la reportera y el humorista se disculparon; alegaron motivos diversos para volver a sus tiendas. El caravanero se dirigió a todos los invitados y dijo: “Agradezco mucho la presencia de ustedes en mi tienda, lo que me honra y alegra mucho. Si me lo permiten me gustaría hacer una oración agradeciendo a los buenos espíritus del desierto por la noche de hoy”. Como nadie se opuso, tomó un pequeño tambor y recitó una oración. Cada palabra era acompasada con el rugir del tambor. Los famosos tambores del desierto. Todos se dejaron envolver con las palabras y con el ritmo del tambor. El ambiente se modificó; percibí a las personas levemente alteradas. 

Al terminar, el caravanero pidió: “Si es posible, quisiera que cada uno antes de salir me dejase un presente”. Ante las miradas atónitas, explicó: “Que cuenten algún detalle sobre la propia vida, pero no puede ser cualquier cosa. Me gustaría saber algo que nunca haya sido revelado a nadie. Como, por ejemplo, algo que les hubiera gustado hacer, pero que no fueron capaces de realizar, un miedo no admitido o un secreto nunca confesado. Para mí será como recibir un pedazo inestimable de cada uno de ustedes”.

El tambor continuaba rugiendo en compases regulares como para acentuar las palabras.

La famosa presentadora dijo que era una persona muy osada, siempre había hecho todo lo que quería y no se arrepentía de nada. Su vida estaba completa. El rico mercader resaltó que era un hombre sin miedo; nada temía ni lo asustaba. El humorista dijo que era un individuo transparente, que nada escondía. Fueron unánimes al decir que nunca economizaron palabras para decir lo que pensaban. En fin, eran las personas fuertes y determinadas que yo había percibido. 

No obstante, mi convicción no era igual a la de la mañana, aunque no sabía la razón. Era como si presintiera algo que todavía no lograba decodificar; como si el inconsciente me enviase incesantes mensajes al consciente.

En su turno, la viuda contó que cuando su marido e hijo partieron hacia otra esfera de la existencia, al inicio tuvo la sensación de abandono existencial. Como si algo hubiese dejado de existir dentro de ella. Después, prestando más atención, percibió que, por el contrario, no era un vacío; más bien un exceso. Se trataba de todo el amor que siempre ofreció, pero no sabía dónde colocarlo. El amor que tenía por los entes queridos no podía perderse; en realidad, necesitaba otros destinatarios para reacomodarse. Poco a poco fue entendiendo todo el poder de ese amor. Por propia experiencia, ella sabía que los dolores del alma no tienen remedios en las farmacias. Sin embargo, el amor es un bálsamo sinigual sin contra indicación. Al usar ese amor para aliviar el sufrimiento del alma de otras personas, muchas de las cuales no conocía, de alguna manera unía su corazón a los de ellas, aunque nunca más las viera. Reveló que su vida pasó a tener una dimensión mayor, como si el mundo pudiese encontrar abrigo en su corazón. Su único miedo era quedar sin amor para compartir. Aunque creía que esto no iba a suceder, pues percibía que entre más daba, más amor poseía. Esta era su fuerza; un extraño e indestructible poder. Comentó que deseaba haberlo descubierto antes y reveló que soñaba con administrar un orfanato.

El encargado de la caravana comentó que siempre había realizado trabajos considerados menores. Sin embargo, había percibido que a pesar de los grandes hechos anunciados en los titulares de los periódicos sobre los actos de heroísmo practicados por los valientes y condecorados, eran los trabajos pequeños los que sustentaban los pilares de la humanidad. Había aprendido que el mundo podía vivir sin los héroes, pero no podía sostenerse sin el trabajo humilde realizado con alegría por las personas sencillas. Con impresionante autoestima y ningún resquicio de orgullo o vanidad, reveló que no le importaba como las personas lo veían, pues él se consideraba un auténtico constructor de puentes entre los corazones del mundo. Esto le llenaba el alma. Confesó que su sueño era algún día estudiar ingeniería para aprender a construir puentes de concreto y acero, pues los de amor él ya sabía cómo eran erguidos.

El joven peregrino dijo ser un apasionado por el conocimiento, pues era una importante herramienta de liberación del sufrimiento. Un instrumento de iluminación de las sombras personales y del mundo. A medida que él aplicaba la teoría a la práctica, la vida se tornaba más leve, las dificultades se convirtieron en lecciones y los problemas desaparecían. Era como si todo y todos fuesen sus maestros. Sentía enorme gratitud por eso. Su sueño era capacitarse para un día ser profesor y servir como instrumento de divulgación del saber y de sus innumerables posibilidades de cura. No obstante, confesó que todavía no estaba listo; era un aprendiz. El camino era largo, pero lo recorría sin ansiedad, pues se alegraba de estar en él.

Reinó un enorme silencio. Todo lo que era solido comenzaba a desmoronarse en el aire. Era mi vez. Antes de que yo pudiera manifestarme, la presentadora tuvo una crisis de llanto. Después de algunos minutos, más calmada, confesó que sentía mucho miedo. Toda su carrera en la televisión estaba fundamentada en su belleza física. Sin embargo, el tiempo es un inexorable verdugo de la piel y los músculos. Reporteras jóvenes, bonitas y talentosas, como ella lo fue un día, llegaban a todo momento a la cadena de televisión con la misma sed que ella tuvo en el pasado. Dijo que la apariencia tenía una enorme influencia en el medio. Contó que todas las noches tenía la sensación de haber dado un paso más rumbo a la horca. Mencionó que vivía la imagen de la reportera implacable en busca de aclarar hechos, como emblema del programa que dirigía. Una realidad muy distante de la verdad.Ella era una persona insegura y frustrada. No había conseguido ser feliz en una relación afectiva, pues desconfiaba de que los hombres no se apasionaran por ella, sino por lo que representaba. Evitó hijos para no perjudicar la carrera; había un enorme vacío que no sabía cómo llenar. Como no le gustaba ser vista como una persona frágil para no desprestigiar el personaje que había construido de sí misma, se reprimía. Con los ojos bañados en lágrimas, dijo que se sentía viviendo en una imponente mansión de bella arquitectura y lindo jardín en la fachada, pero vacía, sin vida en sus cuartos y salas.

En acto continuo, con la mirada hacia el suelo, el humorista confesó que desde siempre había vivido de la herencia dejada por los padres. Nunca trabajó, pues no lo necesitaba. Pensaba que las personas construían una existencia que él imaginó haber recibido lista. Gran engaño. El tiempo pasaba al igual que crecía dentro de sí una sensación de inutilidad. Era como si las personas escribieran todos los días una página más de la propia historia, mientras que su libro estaba en blanco, sin ninguna letra. Como se sentía incapaz de iniciar ese proceso, le fue más fácil contar historias que creaba o adaptaba de la vida ajena como si fuesen suyas. Por eso sus historias, aparentemente divertidas, estaban repletas de ironías y sarcasmos en vez de ser tan solo bienhumoradas. Él necesitaba ridiculizar a los otros; al disminuirlos se sentía mayor. En el fondo, su popularidad no provenía de buena semilla.

Finalmente, como si fuera un ritual de catarsis colectiva, el mercader dijo que también quería abrir su corazón. Dejaría con el caravanero un secreto. Contó que desde joven ganó mucho dinero con sus negocios. La fortuna cambió su vida. Entonces, pasó a temer perder todo lo que había acumulado. Sus días transcurrían vigilando el propio dinero, cuidando que no se lo robaran. Se volvió un esclavo de la fortuna, una persona desconfiada de todo y de todos. Envejeció como una persona dura y rigurosa. Sus hijos no soportaron trabajar con él y se alejaron. Con la mirada perdida en las estrellas, admitió que sus placeres estaban relacionados con aquellos que el dinero podía comprar. Confesó que era imposible ser feliz sin confiar en las personas.

El caravanero cesó el tambor.

Un significativo silencio imperó sobre la tienda. Un silencio que parecía gritar. Todos estaban visiblemente emocionados. La bella mujer de ojos azules usó la flauta para entonar una nueva canción. Poco a poco la música serenó las emociones, alineándolas con las mejores razones. Al final, el caravanero dijo: “Fue una noche sinigual. Un auténtico ceremonial mágico del desierto, en el cual, más de lo que cada uno reveló o confesó, pudo estar ante sí mismo, abrazarse, entender la propia búsqueda y lo que debe ser modificado. Una dádiva para mí; una bendición para cada uno de ustedes aquí presente”.

En silencio, uno a uno, todos se despidieron con gestos y salieron de la tienda. Yo no me dirigí hacia mi tienda pues sabía que no podría dormir. Eran muchas ideas para organizar en la mente. Me alejé y me senté en la arena bajo el manto de estrellas. Al poco tiempo, la bella mujer de ojos color lapislázuli se aproximó. Extendió la mano para darme de regalo la flauta que había usado aquella noche y explicó: “Colócala en tu altar cuando regreses a casa. Es sagrada, pues tendrá el poder de recordarte que nunca debes confundir la fragilidad de la apariencia con la fuerza de la esencia”. Hizo una breve pausa antes de proseguir: “El orgullo es la máscara que esconde el vacío; la vanidad es la fantasía de lo efímero; la arrogancia es la muralla que guarda la debilidad; el rigor es el desconocimiento del perdón; el sufrimiento es la negación del amor”.

Se dirigió a las estrellas y concluyó: “Cuidado al desear la vida ajena. A veces aquellos que lo tienen todo son los que nada poseen; los que mucho aparentan nada son; los que dan órdenes nada entienden. La verdadera belleza y fuerza se mantienen ocultas ante la superficie. Son típicas de la profundidad del alma”. 

Entonces, finalizó: “Mientras el alma esté alejada, la realidad estará distante de la verdad. La verdad no sobrevive sin amor. Lejos del amor no se conquista la fortuna y la luz de la vida”.

Gentilmente traducido por Maria del Pilar Linares.

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