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El vigésimo cuarto día de la travesía. El infinito

El sol. El día comenzaba con una gran bola de fuego, todavía tibia, que me calentaba el cuerpo mientras surgía por detrás de las dunas. Sentado en la arena, un poco distante del murmullo de la caravana, con una taza de café en la mano, esperaba que el caravanero comenzara el adiestramiento matinal de su halcón, pero ese día no apareció. Hice mi oración pidiendo luz y protección. Como aún quedaba algo de tiempo antes de que las tiendas fuesen recogidas y prosiguiéramos con un día más de travesía, me permití permanecer envuelto en pensamientos. El tiempo. Pensaba en el tiempo. La difícil incógnita que el tiempo representa. Si el universo es curvo, como lo enseña la Física Cuántica, el tiempo también debería manifestarse de modo no lineal y tal vez errático. Veloz y lento; traicionero y amigo; verdugo y maestro; implacable o mera ilusión; cierto o variable; señor o herramienta. He visto al tiempo demoler certezas absolutas para construir otras verdades; injusticias siendo reparadas antes de condenas manchadas con pruebas irrefutables. Concí personas que, con el pasar del tiempo, reconstruyeron sus historias; proyectos fallidos que después se resolvían de manera impensada anteriormente, a su debido tiempo. Algunos caminos me llevaron al abismo. Cuando creí que la caída era inminente, en el tiempo oportuno, a pesar de malos momentos, las alas crecieron para que yo sobrevolara el precipicio. 

Mirando aquel mar de arena que parecía sin fin, yo me perdía en devaneos. Había cumplido un tiempo que consideraba ser la mayor parte de mi existencia. Me preguntaba si la había aprovechado de la mejor manera. ¿Cómo direccionar el tiempo restante? ¿Cuánto tiempo aún tendría? ¿Qué realizaciones aún me serían posibles ante el tiempo restante? 

Dicen los sabios que debemos aprovechar cada día como si fuese el último. 

Ante ese raciocinio, recordé a las personas que amaba, las palabras que me gustaría decirles, los besos que faltaban dar, los abrazos que aplacé. Pensé en algunas personas con las cuales había tenido malentendidos hacía tiempo por razones que ya no tenían razón de ser. Me gustaría reconciliarme con ellas, decirles que todo estaba bien y que las quería. Pensé en placeres mundanos; deseé los besos húmedos de mi novia, quise almorzar carne con papas fritas y tener helado de chocolate para el postre. Ansié estar con mis hijas, deseaba ser un mejor padre. Quería agradecerles a mis padres. Percibí que me faltaba saltar de un paracaídas, circunnavegar el planeta en un velero solitario y escribir un libro sobre la caravana, entre tantas cosas, en mi lista de “las cien cosas para hacer antes de morir”. Reí solo, mas también me puse melancólico. Tomé la firme decisión de que viviría cada día como si fuese el último. El tiempo era un bien valioso y yo necesitaba aprovecharlo de la mejor manera.

En ese momento sonó la trompeta; no la del final de los tiempos, sino la que avisaba que la caravana partiría hacia un día más de travesía rumbo al mayor oasis del desierto. Yo estaba allí con la esperanza de que un sabio derviche, que habitaba el oasis, compartiera conmigo un poco del enorme conocimiento que tenía sobre “los muchos secretos del cielo y de la tierra”. ¿Quién sabe y me revelaría los secretos del tiempo? Coloqué mis cosas en la alforja y llevé a mi camello hacia la larga fila para la marcha. Pasé el día envuelto en reflexiones sobre el tiempo. Fue imposible no recordar que el tiempo se había llevado buena parte de mi cuerpo esbelto y casi todo el cabello que tenía en la juventud. La barba estaba más blanca cada día. Consideré que siempre es posible recurrir a dietas rigurosas, ejercicios exhaustivos, reposición hormonal estética, cirugías e implantes para recuperar aquello que el tiempo se llevó; pero confieso que, aunque respete a quien abraza esa lucha, no me animo a hacerlo.

Con el pasar de las horas, los pasos lentos de los camellos, la agonía escaló varios grados dentro de mí. Allí, en el medio del desierto, yo nada podía hacer para comenzar a rescatar mis deudas emocionales, agravadas en caso de que aquel fuera el último día de mi existencia. Al final, nadie trae consigo la información del día de la partida; es un pasaje abierto. Percibí que no debería estar en medio del desierto, mientras una serie de cosas más importantes me aguardaban. Como la agonía suele convidar a la tristeza o a la irritación para hacerle compañía, ésta no demoró; yo estaba profundamente impaciente con la caravana y melancólico con las elecciones que debería haber hecho, pero que no hice; con las cosas que debería hacer en aquel momento, pero que no podía. Eran muchos los rescates que el pasado me exigía. Sería un pésimo último día, consideré. No obstante, dentro de mí, creía que aún tenía mucho tiempo para equilibrar los débitos conmigo mismo.

En ese momento noté un movimiento diferente de los encargados de la caravana. Cabalgaban agitados, parecían conversar de manera nerviosa entre ellos. Recordé que el caravanero no había entrenado a su halcón aquella mañana, como tampoco lo hizo el día en que una tempestad de arena nos atrapó. Pensé que podríamos estar ante la inminencia de un riesgo semejante… pero la tempestad era otra. Mucho más peligrosa. A lo lejos, en lo alto de las dunas, percibí innumerables puntos negros que, al comienzo, no supe identificar. Poco a poco los puntos negros crecían a medida que se movían. Al mismo compás, los encargados de la caravana comenzaron a hablar alto y a galopar más rápido. Pronto dieron la orden para que la caravana se cerrara en círculo. Una de las tribus nómadas del desierto, algunas famosas por el salvajismo, preparaba un asalto.

La caravana se condensó en un único núcleo. Los encargados, todos empuñando armas, hicieron un cerco de protección para el grupo. Sin embargo, no era difícil percibir que nuestros protectores estaban en inferioridad numérica. Dios, ¿qué estoy haciendo aquí? ¡Esta realidad no es la mía!, pensaba de modo incesante. Yo no necesitaba estar allí. Al otro lado del mundo una serie de asuntos mucho más importantes me aguardaban; mucho más serios que una conversación con un sabio derviche. Él no me revelaría ninguna sabiduría que ya no estuviera catalogada en algún libro, disponible para ser examinada en una tranquila tarde de otoño, en lo alto de las montañas, al calor de una taza de café y una chimenea a los pies. Una manera estúpida de morir; otra de las múltiples elecciones equivocadas que yo había tomado en el pasar de la vida, pensé. Sentía mucho miedo en aquel momento.

El miedo es un virus emocional de vertiginosa diseminación. Rápidamente se convierte en una epidemia, en pánico colectivo, en densa nube energética que interfiere en la claridad de la mente. Era exactamente lo que se veía en las facciones de los mercaderes y peregrinos de la caravana. Esa era la emoción que dominaba mi libre pensar y que aprisionaba mis buenos sentimientos. Era rehén del miedo; sensación bastante desagradable. El miedo tiene el poder de hurtar todas nuestras fuerzas; de secar las fuentes claras que animan la vida.

En aquel momento el tiempo dejó de tener sentido para mí.

Robos, violaciones, asesinatos en serie eran las posibilidades que yo consideraba probables en aquel asalto. Quedar abandonado, solo, sin agua, comida y transporte en medio del desierto me parecía un bello presente del cielo ante del miedo que insistía en mostrar que lo peor era inevitable. El miedo es una sombra poderosa. Tiene sabor y olor; habla con autoridad y se presenta implacable. Yo sentía esto cada vez que respiraba. El miedo reinaba en el aire. Estaba en la mirada opaca de las personas, en el sudor frío que corría por los rostros, en los labios que se secaban por no creer en la vida, en las manos que temblaban de impotencia.

Estábamos cercados. Al frente, los encargados armados se posicionaron para defender la caravana. El tiempo transcurrió sin poderlo precisar. Tal vez segundos hayan sido casi una eternidad. De repente, para sorpresa de todos, un mercader escapó del grupo y corrió a presentarse ante el jefe del bando. Se arrodilló y le ofreció un saco de dinero a cambio de su libertad. Negoció su liberación para proseguir solo con su camello y víveres. Después de algunos momentos de tensión e indignación, el líder de la tribu decidió permanecer con el dinero del mercader, pero no le permitió seguir. Determinó que debía retornar con la caravana. Fue una dura sentencia. Cabizbajo, entre frustración y vergüenza, el hombre volvió a nuestro grupo. Los bandidos no estaban dispuestos a negociar. El miedo creció aún más en mí, así como en los demás.

Tuve la primera lección del tiempo: tiene el poder de terminar con la existencia sin previo aviso. Al despertar aquella mañana y aunque reflexionaba sobre el tiempo, no llegué a creer que aquel fuera mi último día. Para mí sería un final de fiesta absurdo e insensato. Yo había aplazado la realización de muchas cosas importantes en mi vida; había priorizado algunas por placer o vanidad, otras por necesidades inmediatas. No obstante, situaciones preciosas que hablaban al corazón, como mis sueños, el ejercicio de mi don, los encuentros y las reconciliaciones movidas por puro amor habían quedado para el día siguiente. Un día que no existiría más. Sí, yo había amado, había vivido momentos sublimes, pero muchos menos de lo que quisiera haber vivido. Había desperdiciado buena parte del tiempo en situaciones que, en el momento póstumo, se revelaban sin alguna importancia primordial. 

Entendí qué llevaría y qué no llevaría en el equipaje cuando el tiempo cesara, por mero descuido y estúpido desdén. Esta era la segunda lección del tiempo. A algunas situaciones o personas, ya sea por parecer estar siempre disponibles u otras por representar un complejo desafío, las había colocado en lista de espera. Quien hace una lista de espera es porque no ha aprendido a vivir sus prioridades. Yo había renunciado a la profundidad de la vida a cambio de la apariencia de una existencia. Todo por no entender que yo era mi propio heredero; el legado de cualquier persona es solamente el amor por ella vivido.

Recordé un verso de Manuel Bandera: “La vida entera que podía haber sido y no fue”. Sin duda el verso más triste de toda la literatura, en el cual el poeta sintetiza la frustración por el desperdicio de las oportunidades de una existencia. No, nada puede ser más melancólico.

Tuve la sensación que alguien me miraba. Como atraído por un imán, mi mirada se encontró con la de la bella mujer de ojos color lapislázuli. A cierta distancia, ella se mostraba impávida sobre el dorso de su vigoroso caballo negro; al lado del caravanero, estaba atenta a todo. Sin embargo, lo que más me llamó la atención fue percibir que en sus facciones no había ningún trazo de miedo. Su postura hizo que naciera un destello de ánimo en mí. Envidié la dignidad con que aquella mujer se comportaba ante un momento tan difícil. Los movimientos de sus labios me permitieron leer las palabras balbuceadas en mi dirección: “No es hora de dejarse llevar por el miedo; es el momento correcto para abrazar la esperanza”.

Pasados algunos momentos del impase, el jefe de la tribu se adelantó. En voz alta nos avisó a todos que era una bobada resistirse. Ellos eran mayoría y además estaban armados. Acrecentó que era un buen hombre y que quería evitar una masacre. Si no había reacción, tomarían todo lo que desearan y no nos matarían. Llegué a pensar que era una propuesta generosa; el miedo tiene este poder.

En ese momento el caravanero posicionó su caballo en frente del círculo de protección formado por los encargados armados.  Con un tono de voz firme y al mismo tiempo extrañamente sereno, dijo para que todos escucharan: “Sin duda vuestra propuesta demuestra toda la grandeza al intentar evitar una tragedia. Mi índole es mansa; aprecio la paz. No obstante, mi carácter es de lucha, mi vida es de desafíos. Por respeto a mí mismo, respeto las verdades de mi corazón, el cual me dice que cuando no me curvo a los deseos del miedo, todos los días son buenos para morir”.

El jefe del bando ridiculizó el discurso del caravanero. Dijo que los héroes suelen morir por motivos tontos; un héroe muerto es apenas un difunto más. Volvió a resaltar que era inútil resistirse. Sería más prudente rendirse. El caravanero replicó: “Existe verdad cuando dices que mancharemos el desierto con nuestra sangre. Con seguridad, la caravana no sobrevivirá. No obstante, por lo menos uno de vuestra tribu dejará su sangre junto a la nuestra”. Hizo una pausa y le advirtió: “Este serás tú, jefe de la tribu. Tal vez el único. Si prestáis atención percibirás que todas nuestras armas apuntan hacia vuestra cabeza. Imposible que todas erren. Con seguridad partiremos de este mundo hoy, mas llevaremos vuestra alma con nosotros. Vuestros hombres retornarán a la aldea con las alforjas llenas de riquezas, pero no estaréis con ellos. Mujeres e hijos los recibirán con fiesta; para vuestra mujer e hijos quedarán apenas lágrimas”. Murmurando en voz baja dijo: “Al día siguiente otro jefe será elegido”.

En el desierto reinó un silencio sepulcral. Como si la vida bailase en la frontera delicada de una única palabra. El tiempo parecía paralizado. Percibí nítidamente el miedo en los ojos del jefe del bando. El caravanero había manejado el miedo con habilidad, como si fuera una pieza sobre un tablero de ajedrez. 

Con habilidad aún mayor, evitando el jaque mate de la vergüenza del jefe ante el bando, el caravanero le ofreció una salida honrosa o que por lo menos no se mostrara deshonrosa para un jefe desalmado en frente de sus comandados: “Ya tenéis el dinero que el mercader os ofreció. Sin embargo, para demostraros mi reconocimiento ante vuestra generosidad al dejarnos pasar sin algún mal o perjuicio, os ofrezco este valioso collar”. Hizo un gesto con la cabeza y la bella mujer de ojos color lapislázuli trotó en su caballo y paró al lado del caravanero. Retiró el collar del cuello y extendió su mano. Indeciso entre sentimientos e ideas mezcladas dentro de él, el jefe de la tribu quiso saber si el collar era de oro o de piedras preciosas. El caravanero explicó: “No fue hecho con oro ni con gemas raras. Fue confeccionado con materiales sencillos, pero es sagrado, pues nos muestra el valor de la buena voluntad entre los pueblos, de las decisiones que tomamos orientadas por el corazón. Esto trae en sí un poder inconmesurable”. Visiblemente confundido, inseguro y avergonzado el jefe aceptó el regalo. Dijo que serviría como ofrenda a los dioses del desierto para que libraran a su tribu del hambre, de las pestes y de las tempestades de arena. Era evidente que él no creía en eso, mas bien era la disculpa encontrada para disfrazar su propio miedo ante el bando; enseguida partieron. La caravana rápidamente continuó en otra dirección.

El resto del día fue tenso. Sin embargo, las personas tenían un brillo diferente en la mirada. Era como si hubiese surgido una nueva oportunidad después de aquella mañana. Al final de la tarde, como de costumbre, paramos para acampar y pernoctar. Los encargados con más experiencia garantizaron que la caravana no había sido seguida por el bando. Explicaron que un fuerte viento que sopló durante el día se había encargado de borrar nuestros rastros. Yo no quise cenar. Me alejé para pensar. Todos los hechos de aquel día debían ser comprendidos para poder ser aprovechados. Tener ligereza no significa vivir sin sentido. Estando en esas, vi a la bella mujer de ojos color lapislázuli maravillada con el ocaso. Como no tuvo objeción al aproximarme, me senté a su lado. Le pregunté si podíamos conversar; ella asintió con un gesto de cabeza. Comenté sobre la coincidencia de haber meditado en aquella mañana sobre el poder y el misterio del tiempo, sobre cómo los hechos de aquel día habían enriquecido mi comprensión sobre esas cuestiones y, especialmente, lo que había pensado y sentido. Concluí diciendo que de ahora en adelante viviría de acuerdo con las enseñanzas de los sabios que nos advierten vivir cada día como si fuese el último. Al final, no tenemos tiempo que perder. La mujer se encogió de hombros y me desconcertó: “Ni que ganar”.

Ante mi espanto, ella explicó: “Vivir cada día como si fuera el último contiene la idea de aprovechar cada segundo para que haya tiempo para hacer todo lo que no se ha hecho, vivir aquello que falta sentir, pagar deudas. Con la sensación de que se aproxima el fin, intento aprovechar el tiempo que me falta, como si me quedara poco; siempre como si estuviera atrasada para el último encuentro. Cuando vivimos cada día como si fuese el último, nos comportamos con prisa, al ritmo del miedo. Como en un baile en el cual la orquestra puede parar de tocar en cualquier momento. Vivimos como eternos deudores de la vida”. Como si adivinara lo que pensaba minutos antes, ella complementó: “No debemos vivir por vivir, mas precisamos ser leves; la ligereza es incompatible con los afligidos, apresurados y angustiados. ¿Quién puede ser feliz así?”.

“Yo vivo como si cada día fuera el primero”.

“Así me muevo hacia los encuentros y abrazos que quiero vivir. Soy aliada de la alegría del nuevo despertar, del encanto de los sueños, de las maravillas de ejercer mi don sin cansancio. Sé que mi don, así como el de todas las personas, es una herramienta sagrada que me conduce por caminos rumbo a la luz. Esto es beber de la fuente clara de la fe. Me hago digna. No es un camino fácil y ni todos los deseos se realizan; sin embargo, lo recorro con la felicidad de percibir cada pequeño paso que puedo dar, en los paisajes que cambian y adornan el día. Soy consciente de mis prioridades, pero vivo cada una de ellas sin prisa para no perderme en la agonía; sin miedo, para no perderme en mí; esto me inunda de paz. Sé que cada día puedo comenzar de nuevo, que los errores no son prisiones, sino lecciones; no deben ser carceleros, pues pueden volverse maestros. Esto me hace libre”. Hizo una pasa y dijo: “El tiempo no es verdugo ni profesor; estos papeles los elijo cada cual. El tiempo es amor. El tiempo le habla a la plenitud, pues cierra un ciclo de existencia para no agotarnos en sí; para que la vida se renueve dentro de cada uno. Permite el eterno recomienzo con nuevas condiciones, para que podamos, en otro tiempo, transformar el boceto en arte final. Aliarse con lo nuevo es traer lo infinito consigo. Es entender que el baile nunca termina, ni el tiempo. Entonces, ¿por qué tener miedo de vivir?”

“En vez de temerle al tiempo, invítalo a danzar contigo. La orquesta siempre tocará una canción más y después otra. Ella interpreta, sin fin, canciones de amor, haciendo que el infinito baile dentro de mí”.

Mis ojos estaban humedecidos. Sin más palabras, la bella mujer de ojos color lapislázuli me dio un beso suave en el rostro y se fue.  Había sido un día agridulce. El sol se escondía en el desierto. El infinito se revelaba en mí.

Gentilmente traducido por Maria del Pilar Linares.

4 comments

jose omaña marzo 4, 2019 at 8:47 pm

hola, que ha pasado con el vigesimo cuarto dia???

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Yoskhaz marzo 5, 2019 at 6:06 am

Já consertamos o erro. Agora está correto e de acordo com o original. Obrigado, José!!!

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jose omaña marzo 6, 2019 at 9:16 pm

de nada… Agradecido…

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duglis marzo 12, 2019 at 10:33 pm

Buenas noches, soy de Venezuela y llevo bastante tiempo leyendo sus relatos. Tengo apenas 22 años, en mi país se vive una situación bastante difícil, razón por la cuál a veces tengo un cúmulo de sentimientos, pero estas lecturas siempre llegan a mi en el momento en que debo leerlas. Sólo quisiera decir, a la persona que escribe estos relatos, que estaré eternamente agradecida por ellos y porque hayan llegado a mi vida. Me hacen ver en muchas, bastantes ocasiones, cosas que antes no podía ver, o entender, me gustaría seguir mejorando y aprendiendo, y haciendo cosas buenas. Gracias por todos y cada uno de sus relatos, que el universo les bendiga siempre. Espero que logren leer mi comentario.

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