Sin categoría

El trigésimo noveno día de la travesía. El vuelo del halcón

Era el penúltimo día de travesía. Desde muy temprano estaba levantado. El cielo tenía una tonalidad rosa, típica de cuando aún el sol no vence la línea del horizonte. Anduve con el caravanero hasta un lugar alejado del campamento. Él me dijo que sería el último entrenamiento antes de llegar al oasis y enseguida me pasó el halcón. Sentí la presión de las garras alrededor del grueso guante de cuero que yo usaba en el brazo izquierdo. En pensamiento, le di las orientaciones al ave para que viera más allá de sus ojos, pero principalmente, para que sintiera la simple alegría del vuelo pleno. Retiré el gorro que le cubría la cabeza. El pájaro me miró por un breve instante, hice el movimiento de impulso y el halcón pronto ganó altura en el cielo. Planeó en círculos por largos minutos hasta que repentinamente recogió sus enormes alas junto al cuerpo en posición aerodinámica instintiva para descender vertiginosamente al suelo. Retornó con una serpiente en sus garras. El caravanero se mantuvo impasible, actitud que interpreté como señal de aprobación. Sin decir nada, me sonrió. Regresamos al campamento que ya despertaba. Fui a la tienda del refectorio y me serví una taza de café fresco. Volví a alejarme del campamento. Con los ojos procuré en los alrededores en busca de la bella mujer de ojos color lapislázuli. Hacía días no conversábamos. Muchas cosas importantes habían sucedido. Extrañaba hablar con ella y, principalmente, oírla. Su manera de pensar era peculiar e interesante. No obstante, no la vi aquella mañana. Quien se aproximó fue Ingrid, la astrónoma nórdica de cabello rojo, al lado de Paolo, su simpático novio italiano. Traían en los rostros la expresión de encanto típica de las parejas enamoradas. Me ofrecieron algunas galletas para acompañar el café. Acepté y los invité a sentarse a mi lado. Acomodados en la arena, Ingrid comentó que tan pronto llegáramos montaría sus telescopios para iniciar los estudios sobre la constelación apenas visible desde el oasis. Paolo bromeó diciendo que ella no necesitaba tener afán, pues las estrellas la esperarían por algunos millones de años. Reímos. Enseguida, él quiso saber si yo estaba listo para conocer al sabio derviche. También bromeando recordó que, al contrario de las estrellas, yo no tenía tanto tiempo para hacer aquello que me proponía. Concordé con él. Sin embargo, ponderé que el tiempo, aunque fuese un limitante de la existencia, nunca sería un adversario, dependiendo de cómo nos relacionemos con él.

Paolo ponderó que no era tan así. Como era un hombre pulido, pidió disculpas anticipadas por lo que diría y mencionó que el encuentro con el derviche podría frustrarse por varios motivos. Enfermedad, muerte, viaje inesperado, compromisos urgentes, situaciones imponderables que podían impedir la conversación que yo deseaba tener. Entonces el pesado viaje sería improductivo. Coincidí en que yo me había propuesto hacer la travesía dados los enormes conocimientos sobre las cosas del cielo y de la tierra que el sabio podría compartir conmigo. Era innegable que tal encuentro podría no suceder. Sin embargo, cada día en el desierto había sido de inconmensurable sabiduría a punto de no dejar cualquier rastro de pérdida o de decepción si la charla no fuera posible. “Pienso que la caravana fue como un grano de trigo que a cada día creció en mí. Siento que el grano está listo para transformarse en pan. Pan que me alimentará y que llevaré siempre conmigo para ofrecerlo en las demás travesías que realice. Si me reúno con el derviche mi corazón estará de fiesta; de lo contrario, nada me faltará. Aprendí a encontrar en mí, cuando estoy alineado con la luz, el alimento suficiente de cada día”, argumenté. Enseguida, concluí: “Solamente con mi permiso los hechos del mundo tendrán la fuerza necesaria para atormentar mi alma”.

Paolo cuestionó si no era una visión arrogante ante mí mismo. Le propuse un raciocinio diferente: “Pienso que depende siempre de los ojos con los que me perciba. Si me veo repleto de sabiduría no pasaré de un estúpido por incurrir en antiguos errores. Si entiendo el exacto tamaño que tengo me permitiré nuevos errores; con ellos la posibilidad de conocimientos todavía inimaginables”. Miré hacia la inmensidad del desierto y le expliqué: “Lo que no puedo es condicionar mi paz o felicidad a los acontecimientos de la caravana o del oasis. Esto sería una concesión indebida sobre mi vida”.

“A mí cabe vigilar mis elecciones para que siempre se manifiesten en virtudes. Al iluminarme embellezco la caravana y el oasis. Aunque nadie lo perciba, el desierto me reconocerá. Esto me basta”.

“Un hecho puede desagradarme, puedo desaprobar determinada actitud ajena, una decisión puede no satisfacer a alguien de la caravana o el derviche del oasis puede no entender las razones que me mueven, pero entiendo que eso hace parte de un mundo donde todos están en proceso de aprendizaje. Los errores serán inevitables. Inclusive los míos. A menudo, erro en elecciones sobre algo que ya conozco. Sin embargo, saber no significa ser; se trata apenas del paso inicial. No obstante, nada de eso me puede descontrolar, abatir o paralizar. Evito la culpa que aprisiona en función de la dependencia que genera. Escojo trabajar con la responsabilidad personal de hacer diferente y mejor la próxima vez”.

“Este es el único poder que tengo. Y es de una fuerza inconmensurable que puede cambiar al mundo porque me transforma a mí. Con él soy invencible como el pequeño grano de arena que trae el alma del desierto en sí y la manifiesta. Ese es el ejercicio mediante el cual tengo la posibilidad, a cada día, de aproximarme un poco más a la imagen y semejanza de Dios. Esta es la travesía hacia la luz. La caravana parte todos los días muy temprano”.

Aprovechando la metáfora que yo hacía, Paolo mencionó que en el desierto hay tempestades severas de arena que suelen causar enormes estragos a las caravanas. Meneé la cabeza en concordancia y dije: “Sin duda. Las tempestades mueven los granos de arena, entierran algunas caravanas, pero pasan. El desierto permanece incólume”. Hice una pausa para proseguir: “En suma, las tempestades nunca destruyen al desierto, apenas alcanzan lo que está fuera de él”.

“De este modo, no puedo condicionar la plenitud del ser a la obtención de algún bien material o de alguna condición externa a mí. Preciso de cosas concretas para atravesar la existencia; solo lo que es abstracto le interesa a la vida. En lo concreto, lo tangible; en lo abstracto, la verdad. Por tanto, no necesito esperar algún acontecimiento, sea en la caravana o en el oasis, para vivir la felicidad, en paz, con libertad, dignidad y amor”. 

“Si vivo cada día en la dependencia de lo que aún no tengo o a la espera de alguna realización – más allá de mis propias transmutaciones – el tiempo será en vano; las tempestades se comportarán con una furia destructora. La más terrible de las tempestades, cuando es bien aprovechada, sirve para lanzar el pequeño grano de arena lejos, a un punto inimaginable y fantástico. Hay muchos rincones en el desierto, lejos de los oasis, con impensadas maneras de ser y vivir”. Miré al horizonte y concluí: “Haz la travesía, aprovecha la caravana, diviértete en el oasis; pero no dejes de ser el grano de arena que hace parte del desierto y por tanto trae en sí todo el poder del desierto”.

Era hora de partir. Ingrid le dijo a Paolo que realizara aquel trecho de la travesía a mi lado para continuar la charla. Ella aprovecharía para seguir la marcha al lado del astrólogo con quien le gustaba discutir sobre las estrellas. Bromeó diciendo que a los astrónomos les gustaba conversar sobre el cielo con los astrólogos, a pesar de no coincidir en casi nada. Reímos. Le dio un beso al enamorado y se marchó. El italiano emparejó su camello a mi lado. Partimos. Pasados algunos minutos, Paolo me pidió que le explicara mejor la teoría a la cual me refería. Le ofrecí lo mejor que pude: “Existen varios tipos de vicios. Drogas y juegos de azar son los más comunes por ser los más visibles dados los estragos aparentes que proporcionan. No obstante, hay otros tal vez más peligrosos que, por ser de sofisticada percepción, no nos permiten entender la dependencia que nos aprisiona”. Cité una frase conocida en la Orden Esotérica de los Monjes de la Montaña de la cual yo era miembro: “‘La peor prisión es aquella que no tiene rejas’”. A continuación, proseguí: “Quien no se percibe preso no extraña la libertad. No olvidemos que las únicas rejas que tienen fuerza para mantenernos cautivos son aquellas que nosotros mismos creamos o permitimos que nos impongan. Son todas meramente conceptuales, fruto de la ignorancia y del atavismo dominador. Las rejas de hierro pueden contener un cuerpo; jamás un alma libre. Las rejas intelectuales, emocionales y espirituales mantienen un alma cautiva por milenios. Por ejemplo, ‘apenas seré feliz si fulano actúa de determinada manera; si zutano aprueba mi decisión’ son situaciones comunes e innecesarias; en verdad, nocivas. Hay otras subespecies que condicionan la felicidad a la conquista de un diploma, a la compra de una casa o a la realización de un viaje. No que haya algo malo en querer un diploma, una casa o en hacer un viaje. Lo que no se puede es depender de la ocurrencia de un hecho externo para vivir la ligereza de la plenitud apenas posible en lo íntimo del ser”.

“Igual sucede con la paz. Aguardamos que alguien haga algún movimiento para que alcancemos la soñada paz. Necesito del consentimiento de fulano para que los días sean serenos; necesito de la aceptación de zutano para que la vida se pacifique en mí. ¡Mentiras que nos engañan, las cuales nos repetimos todos los días! Son dependencias y como tales, todas inútiles. No es diferente con la dignidad. Nada más allá de lo que hay en mí la impide. Para ser digno basta que yo trate a los otros como me gustaría que me trataran. No se necesita nada más. No hay nada que esperar, en lo absoluto; es una simple elección. Como las demás plenitudes, depende solamente da la manera como me relaciono conmigo mismo”.

El italiano me interrumpió para saber cuáles eran las plenitudes de que yo tanto hablaba, a lo que le respondí: “La plenitud total está compuesta de las cinco plenitudes básicas: la libertad, la paz, la dignidad, el amor incondicional y la felicidad. Ninguna de ellas reside en cualquier hecho externo a ti. Todas están en semillas en lo íntimo de cada persona. Hacer con que florezcan es el sentido de la vida”.

A lo lejos, al frente de la caravana, vi al caravanero cabalgando su caballo blanco llevando al imponente halcón sobre los gruesos guantes de cuero que usaba en el brazo izquierdo. La imagen me recordó la enseñanza y me sirvió de inspiración: “Nada de lo que existe o le sucede al halcón más allá puede impedir la belleza de su vuelo. No importa la caza o el clima; vale la ligereza de volar y la verdad oculta a los ojos”.

Paolo me preguntó cómo podía hacer de las plenitudes una realidad. Le respondí sin titubear: “A través de las elecciones. Solamente así. La plenitud es el cielo azul; las virtudes son las alas del halón”.

El italiano quiso saber a qué virtudes me refería. Especifiqué: “Humildad, simplicidad, compasión, sinceridad, generosidad, delicadeza, firmeza, mansedumbre, honestidad, coraje, pureza, justicia, misericordia, alegría, fe, entre algunas otras. Todas sostenidas en el amor como el viento que mantiene el vuelo”. 

“Nuestras relaciones y los hechos del mundo son alimentos o son venenos según la capacidad del halcón para lidiar con cuánto del desierto ya puede sobrevolar y ver”.

Paolo habló de las enfermedades y de la muerte como factores impeditivos de la plenitud. Volví a ofrecerle otra visión: “Las enfermedades son kármicas, pues están ligadas a nuestro aprendizaje. Pueden referirse a existencias pasadas; en estos casos las heredamos. Otras estén en sintonía con la existencia actual. Son situaciones que nos debilitaron emocionalmente y no fueron debidamente absorbidas en la esencia del ser. En la búsqueda incesante por pureza y cura el alma expurga aquello que la intoxica. Puede ser en agresividad o depresión; las llamadas ‘heridas del alma’. Puede, de otro lado, desencadenar el funcionamiento deficiente de algún órgano o tumor; las denominadas ‘enfermedades del cuerpo’. Para una persona desatenta será una desgracia sin precedentes. Para el individuo conectado a la evolución será una maravillosa oportunidad de aprendizaje y superación. Aunque haya secuelas o el perecimiento físico habrá cura de espíritu, la quinta esencia del ser, desde que, claramente, haya encontrado el maestro oculto que trae la lección inherente a aquella dificultad. Las enfermedades de la existencia tienen como finalidad conducirnos a la cura para la vida”.

“La muerte del cuerpo, a su vez, aunque es una verdad irrefutable, permanece incomprendida. La muerte, en verdad, es un acto de amor del universo ante la vida”. ¿De amor? Paolo preguntó. Intenté explicar: “Un gesto de amor con cada uno de nosotros, por la posibilidad de proseguir en el proceso evolutivo en renovadas condiciones. Cuando así lo entendemos, el tiempo finito de la existencia se vuelve un acto de profunda sabiduría impulsándonos a la infinidad de la luz; entonces, podemos abrazar el tiempo como lo hacemos con un amigo”. 

“Si vivo cada día como fuente inagotable de virtudes, sea en las mañanas acogedoras de sol o en las noches frías de invierno, el tiempo se mostrará como un animado maestro de ceremonia cuando me informe que el show terminó. Sin duda el espectáculo valdrá tanto el precio de la lucha cobrado por la existencia como el valor de la luz enseñado por la vida”.

Llegó la orden de parar para el habitual y breve descanso, así como para una refección ligera. Apeamos de los camellos. Ingrid se acercó para ver cómo estaba su enamorado. Paolo le dijo que estaba bien. Ella nos llevó una cantimplora con agua y algunas támaras deshidratadas. Bebimos y comimos en silencio. Cuando la marcha fue retomada, Ingrid se alejó. Volvimos a emparejar los camellos y el italiano me pidió profundizar en el asunto:

Proseguí: “La magia de la vida residen en aprovechar cada día la posibilidad de conocerse un poco más, de intentar algo diferente, de hacer un poco mejor que antes. Todos los días las puertas se abren hacia otros niveles de existencia con la oportunidad de realizar en sí algo no intentado antes. Las elecciones aparentemente imposibles a través de visiones impensadas. Cuando nos permitimos esa posibilidad acabamos descubriendo que podemos ir y ver más allá; que podemos volar más alto. Que podemos ser el maestro y el aprendiz; el halconero y el halcón. Esto, de modo inevitable, se reflejará en el mundo. En la transformación del ser está la fortuna de la existencia, la riqueza de la evolución, la revolución del mundo, nuestra herencia para el planeta. Cuando vivimos así no hay vicio ni vacío. Cada momento importa, cada acontecimiento agrega valor por el aprendizaje que trae. Nada falta ni excede; cuando estamos completos transbordamos de vida”.

“Así los alquimistas transforman el plomo en oro”. 

“No importa lo que suceda en el mundo; lo importante es aquello que sucedió y tuvo fuerza de transformación íntima. La historia de una persona no se narra por sus actos heroicos ante el mundo, sino por los hechos que lo llevaron a transmutar su universo adentro”. Callé por algunos instantes antes de proseguir: “La lección es para todos; el aprendizaje es personal. La exacta dimensión del mundo está en la medida de la comprensión de sí mismo; de aquello que lo envuelve y lo impulsa. Así funciona la consciencia que moldea la realidad”. 

“Aprender, transmutar, compartir y seguir, estos son los cuatro capítulos del manual de cada día en el desierto. Esta es la gran lección de la caravana; también es el poder inconmensurable del viajero. Un poder que se expande o se encoge en las reglas de las virtudes aplicadas. Toda la luz apenas comienza a iluminar cuando aprendemos a encender el propio fuego. Después cabe continuar alimentando la llama; poco a poco, el entorno irá aclarándose en alcances cada vez mayores. Cualquier cosa además de esto no se hace necesaria; es mera pieza de decoración”.

Paolo argumentó que lamentablemente casi nunca conseguimos realizar todo lo que proyectamos. Intenté mostrarle el otro lado: “Si miramos apenas lo que aún no realizamos siempre habrá una frustración por la infinitud del todo en sí. Cualquier realización en el mundo está vinculada a accidentes extrínsecos, o sea, dependen muchas veces de factores ajenos a tu voluntad. Así, no hay por qué sufrir si el efecto está, en parte, desvinculado del esfuerzo dedicado. Vale el aprendizaje, la transformación, el compartir y el proseguir la travesía sin fin. Infinito es el desierto; sin embargo, si nos alegramos al hacer lo mejor dentro de lo ofrecido a cada día tendremos una diferente y pequeña parte del todo acrecida diariamente. Nada será en vano o quedará desperdiciado. Ninguna decepción, apenas la alegría de la serena plenitud”.

El italiano no dijo nada más; necesitaba del silencio para colocar aquellas ideas en sí, aprovechar las que juzgase útiles y descartar aquellas que consideraba innecesarias. Las ideas son estacionales; algunas se presentan en tal perfección por ya estar maduras, otras no sirven o todavía no estamos listos para ellas. Seguimos callados por incontables minutos. Cuando nos dimos cuenta, atardecía. Llegó la orden para que la caravana parara y fuera montado el campamento. Era la última noche. Me alejé para agradecerle al desierto, en oración, por aquella travesía. No había faltado ni luz ni protección. La quietud fue interrumpida por Paolo. El italiano regresó para cuestionar una de las plenitudes, el amor incondicional. Recordó que yo había hablado de la libertad, de la paz, de la dignidad y de la felicidad. Ni una palabra sobre el amor. Agregó que el amor era muy importante en nuestras vidas y que la ausencia de amor nos impedía una existencia plena. Tuve una extraña sensación pues, de alguna manera, yo esperaba que Paolo volviera con ese cuestionamiento. Aunque extraña, era una sensación buena. Le sonreí y me sonreí. Enseguida, abordé el tema: “El amor es la virtud más sofisticada que existe y para ser alcanzada necesita de todas las demás virtudes que la sustentan. A pesar de esto, el amor es esencial para cada virtud separada”. Paolo me interrumpió y dijo que aquello era una paradoja. Le expliqué: “Toda paradoja es apenas aparente. Cada virtud se mueve y se orienta a través de un impulso propio de amor. Todas juntas se manifiestan en magnitud máxima, el amor en forma de luz pura; la iluminación cósmica”. Para mejor comprensión usé una analogía: “Las virtudes son como los pétalos de una flor. El amor es el cáliz que los sustenta. Sin éste los pétalos perecen; sin los pétalos no hay flor. Esta flor se llama luz”. El italiano quiso saber si yo me refería al amor incondicional. Ponderé: “Amor incondicional, en verdad, es un pleonasmo. Todo amor, para ser, es incondicional por definición y presupuesto. El amor no impone condiciones, no se sujeta a las reacciones, no cobra tasas ni deja deudas. No es acreedor, tampoco crea deudores”. Paolo volvió a interrumpir para comentar que era muy triste ver personas que no conocían el amor pues nunca habían encontrado a alguien que las amara. Agregó que él tenía mucha suerte al tener el amor de Ingrid. Yo hice las correcciones que a mi entender tenían lugar: “El amor que recibes de Ingrid no es tuyo; es de ella, tanto así que ella puede decidir no ofrecértelo más; entonces, nada queda. En verdad, el amor que tienes es solamente el amor que tu compartes. Éste nace de ti y con él puedes dimensionar, orientar y sustentar la propia vida. Así, nada faltará”.

“No habrá dependencias externas ni existirá sufrimiento por las elecciones ajenas. Apenas libertad, dignidad, felicidad y paz, oriundas del amor cuya fuente inagotable es el propio corazón”.

“Esperar el amor de los otros es el dilema del amor; el equívoco en el arte de amar. Raíz de toda dependencia y sufrimiento”. 

Una vez más fui interrumpido. Esta vez por Ingrid. La astrónoma fue a buscar al enamorado para cenar. Antes de irse, el italiano apretó mi mano y me agradeció por las enseñanzas de aquel día; ellos se alejaron. Solitario, me percibí en la otra punta de donde siempre había estado. Recordé las innúmeras conversaciones que había tenido con aquellos a quienes consideraba mis maestros. El Viejo, Lorenzo, Canción Estrellada y Li Tzu formaban el cuarteto mágico que me mostraba incontables maneras para encontrar mi forma personal de encender mi propia luz, sin precisar de la luz ajena para iluminarme en las noches comunes al Camino o a la travesía.

¡No! Aparté la idea de la mente. Me gustaba tener maestros, no para decidir por mí – este es el papel odioso de los gurús que generan tantos vicios emocionales, intelectuales y espirituales al hundir a los seguidores en crisis existenciales y prometí a mí mismo que jamás permitiría tal ardid – sino para que me indicaran diferentes posibilidades de visiones y de elecciones. Yo nunca me consideraría un maestro ni tendría ningún aprendiz; una idea que yo apartaba con sincera repulsión. Permanecí algún tiempo más envuelto en mis pensamientos, cuando el caravanero se aproximó con el halcón posado en el grueso guante de cuero que usaba en el brazo izquierdo y comenté que él había dicho que el entrenamiento de la mañana había sido el último de la travesía. Nada dijo, apenas hizo una señal para que lo acompañara. Nos distanciamos un poco más. De pie y a su lado, vi cómo el caravanero le hablaba al pájaro en pensamiento. Por instantes creí oír las palabras no dichas. Cuando le retiró el gorro, el ave me miró y enseguida al caravanero; era como si estuviera agradeciendo y despidiéndose. 

Con el impulso del brazo el halcón ganó altura. Esa vez no planeó en círculos. Voló lejos, más allá de la última duna, hacia un lugar en el cielo donde mis ojos no podían llegar. De manera inexplicable, no me sorprendí, y tuve la certeza de que nunca más vería a aquel halcón. Al contrario de lo que yo mismo creía hasta entonces, me alegré por esto. 

El caravanero comentó como si hablara consigo: “La ligereza de conquistar sin poseer”. Hubo un rápido intercambio de miradas entre nosotros. Un entendimiento profundo, difícil de ser medido en palabras. Le sonreí al desierto.

El caravanero enterró su grueso guante de cuero en las arenas del desierto. Entendí que no lo usaría más. Aquella misión había terminado. Quise hacer lo mismo con el mío. Él me miró a los ojos, sacudió la cabeza para que no lo hiciera y advirtió: “Tu misión comienza aquí”. Enseguida, regresó al campamento. Preferí permanecer a solas con el silencio y la quietud. Pasado algún tiempo, sentí nostalgia de la bella mujer de ojos color lapislázuli, de las conversaciones que teníamos; hacía días no hablaba con ella, pero tampoco apareció aquella noche. En su homenaje decidí subir a una enorme duna que tenía en frente. A ella le gustaba bailar en lo alto de las dunas, sentirse cerca de las estrellas cuando quería entrar en comunión con el desierto. Escalé la duna. Desde arriba, a lo lejos, me fue posible avistar el oasis.

Gentilmente traducido por Maria del Pilar Linares.

2 comments

Leandro mayo 9, 2020 at 12:09 pm

🙏🏻

Reply
Cecē mayo 14, 2020 at 3:06 am

Gracias, muchas gracias por convidar tantas enseñanzas

Reply

Leave a Comment