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Plenitudes. La paz

La pacífica villa china estaba irreconocible. Parecía que todos los habitantes estaban reunidos en la única plaza del lugar. La mayoría tenía los ánimos exaltados; algunos hablaban alto y tenían la expresión alterada. Dos hombres discutían y fueron apartados para que no se agredieran físicamente. Después supe que eran amigos de tiempo atrás. Otro hombre subió a un banco de piedra para discursar. Aunque no entendía lo que decía por causa del idioma, percibí un tono inflamado. Un grupo creciente se aproximaba para apoyarlo con palmas y palabras incentivadoras. A medida que yo seguía por las calles torcidas del pueblo el ruido disminuía. Cuando entré a la casa de Li Tzu, el maestro taoísta, tuve la sensación de estar dentro de una burbuja de paz. La quietud, el jardín de bonsáis, el perfume de los inciensos, transmitían una agradable sensación de tranquilidad. No sin razón, cierta vez Li Tzu me dijo que una casa suele reflejar el alma de sus habitantes. Él había terminado los ejercicios de yoga y meditaba como lo hacía todos los días, muy temprano, antes de comenzar sus clases.  Para no interrumpir, me dirigí a la cocina; encima de la mesa había dos tazas y una tetera humeante. Él me esperaba conforme acordamos. Sonreí. Me senté. Mientras me servía, el maestro taoísta entró y se acomodó en frente mío. Bebimos en silencio hasta que le pregunté si sabía de la confusión que había en la plaza, a lo que respondió que estaba enterado de la noticia de que el gobierno planeaba construir una autopista, cuyo proyecto obligaba a expropiar toda la villa. Le pregunté si todos tendrían que dejar sus casas. Li Tzu lo confirmó con un movimiento de cabeza. Vociferé ante el absurdo. ¿Cómo sacar a aquellas personas de sus casas? Muchos habían vivido allí durante toda una existencia. Era una violencia innominable, exclamé. El maestro taoísta apenas meneó la cabeza como si, tal vez, yo estuviese en lo cierto, o tal vez no. Quizá hubiese un exagero en mi visión. Al percibir la expresión serena de Li Tzu, cuestioné si él no sentía miedo de la remoción, en caso de que sucediera, pues traería un enorme cambio en su vida. Con el habitual tono calmado de voz dijo: “El miedo es el ladrón de la paz”. 

Le pregunté si no se uniría a los demás en la protesta ante la construcción de la carretera. Al final, la villa estaba situada en aquel lugar hacía siglos. El maestro taoísta respondió: “Aun no hay certeza sobre la veracidad de la noticia, cualquier movimiento ahora puede revelarse prematuro. Nota que la mayoría de nuestros temores del pasado nunca sucedieron; sufrimos innecesariamente. Es más, hay que tener en mente que todo cambia todo el tiempo. Cambian las personas, las ciudades, la manera de relacionarse, la perspectiva sobre la vida, las posturas con relación al mundo. Yo también cambio mi forma de ser y de vivir. Cambia mi cuerpo y el bagaje que cargo; yo me transformo. Es necesario que sea así para proseguir en el proceso evolutivo. No siempre los cambios son de mi agrado o me son cómodos; esto suele suceder cuando me mantengo por mucho tiempo hostil a las transformaciones; entonces, la vida me empuja para que siga. No obstante, al entender que todo lo que pasa es para mi bien, me permito salir del lodo del estancamiento, estimulado por la victimización típica de cuando somos contrariados, e inicio una nueva jornada. Crezco. En esta sintonía y con la renovación de los ciclos de la vida, el Camino vuelve a abrirse ante mí; sigo. Aceptar el cambio es entender y deleitarse con la belleza oculta de la vida. Pase lo que pase. Así siembro la paz en mí”.

Discordé de inmediato. Mencioné que tenemos que tomar una postura ante las situaciones. Él ponderó: “Sin duda, siempre con la preocupación de englobar todos los lados y cuestiones involucrados. Principalmente, sin rasgar el código de ética personal. Decir a lo que considero correcto y noa aquello que considero errado. De manera clara y modo sereno”. Enseguida, argumentó: “Sin embargo, hay momentos en la existencia en los que los movimientos del mundo nos alcanzan como una tempestad en alta mar. No hay como evitarlo”. Hizo una pausa antes de concluir: “Es de eso que hablo. Es en esos momentos es cuando precisamos de un espíritu maduro, para que aún ante los conflictos inherentes a la vida, la paz permanezca firme en el alma. Por tanto, no podemos olvidar que los conflictos son motores importantes de la existencia e innegables maestros de los secretos de la vida”.

“Nadie desea la tempestad. Sin embargo, el buen marinero sabe que ella es una excelente oportunidad para conocer más sobre el mar y sobre el propio barco. A pesar de las posibles averías, si se sabe aprovechar la tormenta, el marinero se convertirá en un navegador mejor a cada día. Irá más lejos”. Lo interrumpí para expresar que siempre existe el riesgo de un naufragio. Li Tzu explicó: “Es verdad, pero también siempre habrá una nueva oportunidad para lanzarse al mar, en condiciones diferentes; a veces en un barco más sencillo, en otras, en travesía solitaria. Será el mismo mar, pero en otras aguas; el mismo marinero, pero ahora capaz de sobrevivir a los temporales. Así germina la paz”.

Me miró profundamente e indagó: “¿Cuál es tu mayor miedo?”

Mencioné que nunca había pensado en eso, pero, así como todos, yo temía volverme víctima de la violencia, de la traición, de un accidente inesperado, de pasar por dificultades financieras, de tener una enfermedad grave, de enfrentar una separación indeseada o de ver a una persona amada sufrir. Li Tzu meneó la cabeza en anuencia y dijo: “Sí, esos son los miedos más comunes. Situaciones por las cuales todos tal vez tengan que pasar algún día. Logramos evitar algunos peligros; no todos. Por más prudente que sea una persona no se puede esconder de los riesgos inherentes a una existencia plenamente vivida; del mismo modo no le será permitido escapar de un desastre, sea material o emocional. Como lecciones inevitables, los riesgos se encuentran fuera de la esfera de nuestras elecciones, al menos de las elecciones conscientes”. Hizo una breve pausa y acrecentó: “Recuerda que, algunas veces, la vida debe desequilibrarnos para que podamos avanzar. A menudo, el caos suele ser la etapa anterior a la evolución”.

“Sentimos alegría al ganar. No obstante, el miedo de perder hurta la paz de la conquista. Si tu mente no está armonizada con todo aquello que pueda perder, no te dará paz al ganar.

“Mientras exista miedo de perder el dinero ganado, la casa construida, el empleo, la mujer con la que te casaste, la salud, la partida de un ente querido para otra esfera de existencia o cualquier otro perjuicio, no es posible usufructuar de esas conquistas en verdadera paz. Las victorias serán aparentes, pues se mostrarán frágiles, inconsistentes y poco profundas. Frágiles por la ilusión de desear como eternas las cosas efímeras del mundo; inconsistentes por insistir en dominar aquello que, por estar fuera de mí, no me cabe controlar; poco profundas como toda conquista que no me conduce a la paz”.

“Sin dejar de aprovechar, acepta la transitoriedad de las cosas del mundo; déjate maravillar con el inconmensurable poder que tienes para transformar tu propia vida y deleitarte con lo intangible. Las únicas conquistas definitivas caben en el equipaje que llevarás contigo cuando sigas hacia el infinito. Todo el resto, a pesar de ser sólido, se deshace en el aire. Al entender y aceptar eso, la paz será verdaderamente tuya. Nadie podrá tomarla de tus manos; ella será inquebrantable en tu corazón”.

“Así como las demás plenitudes -la felicidad, la dignidad, la libertad y el amor-, la paz no estácontigo; la paz esconsigo. La paz no depende de nada ni nadie más allá de ti mismo; la paz es una manera de ver, ser y vivir la vida. La paz no está disponible en el mostrador de un mercado ni dentro de la cápsula de un remedio; nada tiene que ver con tu cuenta bancaria, con el cargo que ocupas en la empresa, tampoco está protegida detrás de los muros altos de una mansión. La paz está escondida en los jardines de tu alma. Mientras continúes peleando contigo mismo, manteniendo los deseos del ego y las necesidades del alma en constante batalla interna, la paz se mantendrá distante”. 

Quise saber cómo era posible vivir sin miedo. Li Tzu explicó con la simplicidad que le era característica: “El miedo es una sombra y como las demás sombras, es inherente a la naturaleza humana. Todos sentimos miedo. Dentro de cualquier persona transitan los mejores y los peores sentimientos; lo importante es saber qué hacer con cada uno de ellos. Este aprendizaje nos define y transforma. Así como iluminamos el orgullo a través de la humildad, el miedo se espanta con la esperanza, se deshace con el coraje y se transmuta con la fe. Para cada sombra siempre hay una linterna de, al menos, una virtud. La esperanza no brota de la ingenuidad, el coraje no debe nacer de un acto de desmedida irracionalidad, ni la fe debe ser ciega. Al contrario, surgen de la perfecta sabiduría para entender cómo funciona el universo y hacia dónde se mueve la vida”.

“Las virtudes guían, la consciencia ilumina y las elecciones nos conducen por el sendero hacia las plenitudes”.

Él volvió a usar la metáfora del barco y el mar: “Solo se naufraga ante una tempestad si la tripulación se amotina contra el capitán”. Le dije que no había entendido. El maestro taoísta fue didáctico: “Imagínate como un barco. Al comando está el alma, el ego es la tripulación formada por tus sombras y virtudes. Durante un temporal las condiciones de cómo el barco se comportará en el mar bravío dependerán de si tengo a mi lado el orgullo, la vanidad, los celos, la envidia, la ganancia y el egoísmo, todas movidas por el miedo. Entonces, las posibilidades de un desastre son grandes. No obstante, si tengo como compañeros a la humildad, la compasión, la sinceridad, el coraje, la fe y el amor, tendré un viaje muy diferente. La tempestad será la misma; la navegación no. Esto define la ruta, el próximo destino y establece la paz durante la travesía”.

“La paz no está sujeta a un mar tranquilo ni a las nubes pesadas en el horizonte. El mar es simplemente el mar; días de calma, días de vendavales. La paz depende solamente de la tripulación con la cual el capitán puede contar para navegar”.

Permanecimos largo tiempo en silencio. Li Tzu apreciaba su té mientras yo intentaba asentar aquellas ideas. Mencioné que la paz era un concepto muy sencillo dada la facilidad de su comprensión, pero a la vez sofisticado debido a la profundidad para llevarnos hacia el interior del ser, en donde la esencia no es alcanzada por los acontecimientos del mundo; saber que cosas buenas y malas siempre harán parte del día a día; alegrarse con las victorias y aprender con las derrotas. Nunca existirá pérdidas; siempre habrá ganancias. Sin embargo, ponderé que no es un proceso fácil. El maestro taoísta arqueó los labios con una leve sonrisa y acrecentó: “Sin duda. La paz es una valiosa conquista interna. Renuncio a ésta cuando siento miedo de algo o de alguien. El primer paso es entender cuál es la razón para que algunas situaciones y personas me inspiren tanto terror. Después, rescatar ese poder que le concedí indebidamente sobre mi vida. Para revertir el miedo, debo buscar dentro de mí la esperanza, el coraje y la fe”.

Volví a interrumpirlo para cuestionar sobre la necesidad de la fe. Yo entendía bien la función de la esperanza y del coraje en la transmutación del miedo. La esperanza era la certeza de una respuesta según la medida de mis elecciones, no de mis deseos. De alguna manera, no siempre de comprensión inmediata, la vida iría a acogerme y a ofrecerme otra oportunidad para proseguir el viaje. Era conducir el barco en la dirección correcta, según mi consciencia, con la convicción de que el mar nunca negaría la exacta colaboración. Al final, es necesario navegar con exactitud, ya sea por las causas y efectos, como por la precisión de la poesía del alquimista lisboeta. Yo comprendía el coraje, pues es preciso navegaren sentido de las propias necesidades. Ninguna travesía se completa mientras tengamos miedo de llevar el timón; la vida exige coraje. El coraje consiste en no detenerse ante las tempestades y seguir navegando, teniendo la estrella de la vida como guía en las noches de la existencia. Apenas el mar completa el sentido de un barco; un puerto es solo el punto transitorio entre dos travesías. Por lo tanto, es una ilusión creer que solamente en el puerto encontraré la paz; es indispensable aprender a vivirla durante la travesía. Es en el mar que la vida acontece y el marinero se transforma. Sin embargo, no tenía claridad sobre la necesidad de la fe. Li Tzu fue didáctico: “La fe es la virtud que une la parte al todo, sin intermediarios, por entender que el todo está contenido en la parte. Después del amor, es la virtud de mayor poder. Es la fe que mantiene la conexión entre el navegador y la estrella que lo guía. Esto le permite que lo ilumine y proteja con mayor amplitud. Tanto es que todas las partes componen el todo que traigo en mí y, cada cual, a su modo, me ayuda a hacerme diferente y mejor. Al permitirme esa percepción, la fe se torna un instrumento de navegación indispensable para mantener el rumbo y la serenidad frente al mar agitado”. 

Terminó la taza de té y finalizó: “Ninguna tempestad llega para destruirme, en realidad, llega para perfeccionarme. La paz no es la ausencia de temporales, sino la sabiduría de navegar sobre las aguas de cualquier tormenta con absoluta serenidad”. 

Li Tzu se levantó. Se oían alumnos llegando para las clases. Antes de despedirse me convidó a volver al día siguiente para otro té. 

Gentilmente traducido por Maria del Pilar Linares.

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