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El séptimo portal. Los ocho portales del camino

Me encontraba en la terraza del monasterio. A pesar del bello paisaje formado por las montañas y bosques aledaños, estaba aprovechando la quietud del momento para mirar dentro de mí. Bienaventurados los pacificadores, porque serán llamados hijos de Dios. Este era el código que precisaba descifrar para seguir con mis estudios sobre Los Ocho Portales del Camino. El estudio, de la mano de la percepción, es de fundamental importancia para que se pueda comprender la próxima transformación del ser, sin la cual no se avanza en la jornada infinita rumbo hacia la luz. Ese es el proceso natural; absorbemos conocimiento y lo perfeccionamos a través de las experiencias vividas en nuestras relaciones. En la próxima oportunidad, cuando estamos listos, o mejor, cuando el conocimiento está sedimentado en el ser, el perfeccionamiento se hace inherente a las elecciones. Así, poco a poco, según las transmutaciones individuales, el conocimiento se transforma en sabiduría. Por eso es común que todos sepan más de lo que son. Ser es siempre el paso siguiente del saber.

El silencio y la tranquilidad me fueron robados por una gritería. Dos monjes discutían agresivamente en la biblioteca. Nada sucede por casualidad, pensé. Era una excelente oportunidad para que yo ejercitara mis dotes de pacificador, justamente el portal que en aquel momento estudiaba. Dejé el libro sobre la pequeña mesa al lado de la poltrona y me dirigí al lugar donde ellos estaban. Llegué junto con el Viejo, como cariñosamente llamábamos al monje más antiguo de la Orden. Otros monjes ya estaban allí e intentaban impedir que las ofensas verbales subiesen de tono, apartando a Michel y Peter, los dos que peleaban. Lo más extraño era el hecho de ellos ser amigos íntimos de tiempo atrás. Aunque vivían en países diferentes, intentaban siempre coincidir en los respectivos períodos de estudios en el monasterio para que pudieran estar juntos. Le pedí al Viejo que me permitiera conversar con ellos y apaciguar la situación. Él me miró con su enorme bondad y preguntó: “¿Estás en condiciones de realizar esa difícil y bonita tarea?” Con seguridad, le respondí que me consideraba a la altura del desafío. El Viejo apenas meneó la cabeza autorizándome, se giró y siguió hacia el jardín para continuar cuidando de los rosales, uno de sus pasatiempos favoritos.

Les pedí a los otros monjes que también se retiraran. Cuando estuve a solas en la biblioteca con Peter y Michel, les pedí que me explicasen la razón del desentendimiento. En aquel instante no fue posible; ambos hablaban al mismo tiempo y ninguno de los dos estaba dispuesto a oír al otro. Sugerí que conversaría con ellos por separado y enseguida nos sentaríamos los tres para alinear la cuestión y llegar a buen término. Así fue hecho. El conflicto, en resumen, se debía a que ellos estaban escribiendo un libro hacía años. Cada uno por separado. Mientras Michel hablaba sobre esoterismo, Peter abordaba el ocultismo. Como conversaban mucho y los asuntos se mezclaban en varios aspectos, comenzaron a acusarse mutuamente de plagio. Ambos estaban molestos, ofendidos y se sentían perjudicados. Oí a los amigos por separado, absteniéndome de cualquier comentario, para que pudieran desahogar las emociones densas que los sofocaban. Esto los ayudaría a serenar los ánimos y, en consecuencia, a raciocinar con mayor claridad. Enseguida les pedí que fueran a descansar a sus cuartos. Volveríamos a conversar después de la cena. 

Por la noche volvimos a reunirnos; esta vez, los tres juntos. Inicié explicando que cualquier trabajo tiene autoría, sin embargo las ideas y el conocimiento son universales; un mismo concepto o tema puede estar inserto en muchos trabajos sin caracterizar plagio, ya que puede ser abordado por diferentes vías. Por tanto, ambos tenían razón y al mismo tiempo no. De hecho, había ideas en común en los trabajos de Peter y de Michel; no obstante, estas no tenían dueño, pues habitaban desde hacía tiempo el inconsciente colectivo y eran de conocimiento del mundo; así, podían ser utilizadas por los dos con abordajes distintos y personales. Cuando terminé de hablar creí que había logrado pacificar a los amigos. Ledo engaño. Peor, para mi sorpresa, ellos se pusieron contra mí. Peter me acusó de no tener condiciones morales de hablar sobre el asunto, pues mi agencia de propaganda enfrentaba una difícil acción judicial por plagiar una campaña publicitaria de la competencia. Argumenté que no existía ningún plagio y que la improcedencia del proceso estaba comprobada. Expliqué que la finalidad de aquella acción judicial, en verdad, no había sido la de comprobar la existencia de plagio, sino más bien un modo indecente para desacreditar a la agencia y alejarnos de la disputa de futuras cuentas, al quedar mal posicionada en el mercado. En fin, un uso indebido del judiciario como nefasta jugada comercial. Mencioné que el intento había sido infructífero, pues, aunque no había una sentencia definitiva, ya habíamos vencido en primera instancia. Lamenté que los periódicos hicieran tanto ruido con meras suposiciones, cuando un proceso de ese porte se inicia. Infelizmente, años después, al haber una decisión definitiva, poco, o casi nada, era anunciado. El recuerdo popular termina contaminado por la mentira. 

A pesar de las explicaciones ofrecidas, aquella conversación comenzó a alterar mi ánimo. Como si no bastara, Michel dijo que el hecho de haber salido victorioso en un juicio preliminar nada representaba, pues era común que las sentencias fueran reformadas en los tribunales y agregó que había acompañado el caso en una revista de grande circulación. Para él no había ninguna duda: el plagio era indiscutible. Este nuevo comentario fue suficiente para irritarme profundamente. Alteré mi tono de voz para acusarlos de no enfrentar sus cuestiones personales al desviar las agresiones hacia mí. Advertí que mi empresa no era el foco del conflicto en el monasterio. Ellos devolvieron la acusación alegando que yo intentaba sentirme una persona mejor al hacerlos ver débiles e incapaces de resolver sus propios problemas. Esto terminó descontrolándome emocionalmente. La discusión escaló tonos hasta que otros monjes, a causa de los gritos, entraron para auxiliarnos. Nos salvaron del peligro que cada uno ofrecía, especialmente, a sí mismo.

Me encaminaron hacia mi cuarto. Me aconsejaron que tuviera una buena noche de sueño como remedio infalible para las emociones intempestivas y salvajes. No pude pegar el ojo. Di vueltas de un lado a otro de la cama hasta que a la primera señal del amanecer me levanté y fui al comedor en busca de una taza de café. En la última mesa, en un rincón, el Viejo parecía esperarme con una taza de café y un pedazo de torta de avena; hizo un gesto para que me aproximara y me recibió con su habitual sonrisa dulce. Le pregunté si sabía de los hechos de la noche anterior. Sin cualquier trazo de recriminación en sus ojos, asintió con un movimiento de cabeza. Le dije que había sido agredido simplemente por intentar ayudar. El buen monje me recordó una antigua lección: “Deshecha el personaje de la víctima. Esto impide un mejor entendimiento”. Concordé con un movimiento de cabeza y, enseguida, lamenté haber fracasado en la misión que me había propuesto. El Viejo comentó: “De nuevo, el mismo papel de víctima. Así te mantendrás atascado en el lodo de los lamentos”. Con la paciencia que le era peculiar, explicó: “No se trata de fracasar en la misión, Yoskhaz. Tan solo aún no lograste vencerte a ti mismo”.

Lo interrumpí para comentar que estaba estudiando el Séptimo Portal y que entendía la importancia de convertirme en un pacificador. El Viejo argumentó: “Nadie pacifica al mundo mientras tenga el corazón en guerra. No se puede ofrecer lo que no se tiene; en verdad, apenas tengo aquello que soy. Así, las cosas que tengo son solamente aquellas que nadie puede tomar de mí; todo el resto puede estar conmigo, pero no es mío. Mío es solamente el yo. Solo así me encuentro con la paz. La paz es una plenitud, una conquista definitiva del ser, ajena a cualquier circunstancia exterior al individuo. Mientras no se entienda eso no se conocerá la paz”. 

“Recuerda: la gran batalla de la vida es aquella que libramos dentro de nosotros. Mientras no haya armonía entre el ego y el alma no existirá paz en el ser. No se verá el fin de las tempestades del mundo exterior mientras persistan los conflictos del mundo interior. Esta es la cláusula única del tratado primordial de la paz”.

“Vale resaltar que en los textos sagrados el término pacificadortraduce aquel que ya trae en sí todas las plenitudes. Así, sirve no solo para la paz, sino también para la libertad, la dignidad, la felicidad y el amor.”

“Ser un pacificador es simple, bonito y difícil. Simple como hacer un lazo en una cinta; a veces, basta una buena palabra, un gesto de amor improbable como pedir disculpas o perdonar, una sonrisa sincera o un abrazo fuerte. Bonito por hacer con que el lazo de cinta una un corazón a otro; unir todos los corazones es la belleza de la vida. Difícil, pues sin la cinta no hago el lazo; sin el lazo no aproximo corazones. Para tener la cinta y hacer el lazo preciso ser tanto la cinta como el artesano del lazo. Nadie lo logra mientras no alinee el ego con el alma en un mismo eje de sabiduría y amor. El ego es la cinta; en el alma hago el lazo. Por tanto, todas las virtudes indispensables a los portales anteriores deben estar sedimentadas en mí”.

Bebió un sorbo de café y prosiguió con la explicación: “Todo portal tiene su guardián, que no impide el paso de nadie, pero desafía la capacidad del andariego, no por maldad sino por amor. No vale la pena avanzar en el Camino si no se está listo, pues es posible perderse y salir perjudicado más adelante. Como un padre que no le permite al hijo lanzarse al mar para una travesía antes de saber nadar. Los guardianes de los portales no son enemigos de los andariegos; en verdad, protegen y educan a los viajeros. Somos nosotros que, en el ansia de llegar al final sin entender la importancia del proceso, movidos por las sombras del orgullo y de la vanidad de un ego aún salvaje, miramos a los guardianes como impedimentos y no como maestros. Aprender, transmutar el conocimiento en sí, aplicarlo en las relaciones y entonces, recibir permiso del guardián para seguir enfrente. Esta es la rueda de los ciclos evolutivos y la ley que rige a esos valerosos centinelas”.

Refiriéndose a mí, el Viejo explicó: “La inteligencia emocional sucumbió ante las primeras estocadas. Ante la provocación, el orgullo y la vanidad salieron en tu defensa y tomaron el control de tus reacciones”. Argumenté que mi honra había sido atacada. El buen monje sacudió la cabeza en negativa y ponderó: “Se confunde honra con orgullo y vanidad. En verdad, la honra está ligada a la dignidad. Por tanto, al ser una plenitud, es invulnerable a cualquier ataque. La dignidad se resume en tratar a los otros como me gustaría que me trataran. En consecuencia, está conectada a la virtud de la justicia, que, a su vez, está fundamentada en las virtudes de la sinceridad y de la honestidad Así, sé que las críticas retratan apenas las opiniones ajenas, sin reflejar necesariamente la pureza de la verdad. Cuando sean verdaderas, que las críticas sirvan de lección; cuando son equivocadas, que estén envueltas en compasión. Por ello, dosis de humildad y simplicidad son indispensables”. Bebió un sorbo de café y fundamentó: “¿Percibes cómo las virtudes se interconectan y se unen con las plenitudes en diferentes puntos de una misma trama en la cual todas se sustentan? Una virtud sirve de puente a otra en constante reciprocidad. Los hilos de las virtudes confeccionan las telas de las plenitudes. Una plenitud fortalece a la otra y juntas forman el universo de una vida plena”. Hizo una pausa para una pregunta retórica: “¿Entiendes ahora qué es un ser entero?”

Sin precisar de respuesta prosiguió: “Quien todavía es dirigido por las sombras posee un ego que poco se comunica con el alma. Cuando las partes de un mismo ser no dialogan, quedan aisladas. Esto hace con que se sienta dividido. Abre una enorme grieta y un aparente vacío se instala. Esa insatisfacción permea las relaciones interpersonales. Las mínimas cuestiones acaban incomodando mucho; no se encuentra belleza en la vida. Todos los conflictos del mundo surgen debido a universos personales incompletos o rotos”. 

“Fundamental para un individuo pleno no alejar la mente del corazón”. Mordisqueó un pedazo de torta y alertó: “La mente es la senda para llevar luz al corazón. Buenos pensamientos conducen, orientan y perfeccionan los sentimientos. Nadie se sentirá bien ni hará el bien mientras sus emociones estén revueltas. Toda vez que las pasiones pasen por delante del amor habrá conflicto. ¿Cómo puedo ofrecerle al mundo una paz que no traigo en mí? Es necesario estar siempre ajustando la ruta para llegar al destino”. 

Basado en ese raciocinio, cuestioné si yo tenía el derecho de meterme en la pelea de los otros. Él explicó: “Si es para tomar parte, hacer con que uno se subyugue al otro, exhibir absurda superioridad, ejercer cualquier tipo de dominación o en la búsqueda de meros aplausos es innecesario, perjudicial y sombrío. Sin embargo, calmar los ánimos, alinear razones desajustadas y serenar el conflicto es indispensable y divino. La paz, así como las demás plenitudes, es dinámica en su propia existencia. El individuo amoroso, libre, digno, feliz y en paz consigo mismo posee un aura que irradia todo a su alrededor. Sus palabras y gestos iluminan a todos sin invadir la vida de nadie”.

“Sentimos una agradable sensación de acogimiento y calma al lado de alguien que trae las plenitudes en sí. El verdadero pacificador no necesita de palco ni escenarios. En él, la paz traspasa las fronteras del ser y se extiende por donde pasa. Nada lo irrita, agrede ni le es hurtado; con simplicidad encuentra las mejores soluciones y se deleita con la belleza que hay en todo y en todos. El tiene la claridad del ; el noposee la sinceridad del no. Cualquier tempestad se transforma en gota de agua”. 

“De otro lado, el individuo en conflicto consigo ve problemas en todos y dificultades en todo. Agita las mañanas de sol. Considera el mundo malo y a las personas complicadas por la falta de entendimiento que tiene con relación a sí mismo. Suele confundir el orden social con la paz personal”.

Argumenté que, si la paz es una conquista personal, yo no podría ofrecer paz a nadie. El monje concordó: “No, no puedes. Sin embargo, puedes iluminar el ambiente en el cual te encuentras. Ante la provocación de ayer, en caso de que tu ego esté en equilibrio con tu alma, la reacción sería mansa, compasiva, humilde y amorosa, y al mismo tiempo firme y valiente. Esta armonía tiene un poder inconmensurable. Sería como una semilla de luz; la fuerza de la vida. Nada ni nadie tendría el poder de sacarte del eje esencial de ti mismo”. 

“La manera como actuó demuestra quien quiero ser y, sin duda, está repleta de intenciones honestas. No obstante, la manera como reacciono ante lo imponderable define quien ya puedo ser al mostrar los valores arraigados en el ego a través del alma. En fin, las virtudes conquistadas son apenas aquellas inherentes a mis actitudes. Si preciso de un tiempo para raciocinar significa que las virtudes todavía no están sedimentadas, sino en formación. No veas esto como algo malo, pues así es el proceso evolutivo. Mi reacción es la perfecta medida para comprender qué por ahora, están dentro del equipaje que cargo. Por tanto, solo tengo aquello que soy. Si soy la paz, la tengo en flor. Si no la tengo, sé que adormecen en mí sus semillas, así que salgo en busca para despertarlas. De esta manera me vuelvo un jardinero a través de mis palabras, actos y elecciones. En el jardín de hoy defino flores de otros colores para embellecer la mañana del día siguiente”. 

“En el tiempo oportuno y lentamente, el suelo del corazón de cada persona se tornará fértil y propicio para que florezcan las semillas de paz, dignidad, libertad, felicidad y amor que un día seré capaz de esparramar por los bosques de la humanidad.   Apenas eso me hará un pacificador y créelo, este poco es el tanto que me hace hijo de Dios”.

Le pregunté al Viejo si todos no éramos hijos de Dios. Él explicó: “Sin duda. Sin embargo, los textos sagrados se refieren como hijo de Dios a aquel que ya refleja Su imagen y semejanza; no por el mero hecho de existir, ni por su cuerpo y rostro, sino por la manera de caminar”.

Permanecimos algún tiempo en silencio. El buen monje vació la taza de café y se excusó. El día amanecía y había otras cosas para hacer. Estuve observándolo levantarse y proseguir con sus pasos lentos, pero firmes. 

Gentilmente traducido por Maria del Pilar Linares,

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