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Las aguas del Estrecho de Gibraltar suelen estar agitadas. Ese día en especial, el cielo estaba oscuro, anunciando que la tempestad no demoraría en llegar. El viento fuerte sacudía el barco que hacía la travesía de Tarifa, en España, hasta Tánger, en Marruecos. Algunas personas estaban mareadas; otras, se mostraban asustadas por el peligro. El ruido de las olas que chocaban con el casco del barco por todo lado era ensordecedor. Las únicas voces que yo oía eran los gritos de un grupo de hombres que jugaban a los dados. Hablaban en un idioma desconocido, tal vez un dialecto africano. Según sus expresiones faciales, siempre taciturnas, me era imposible saber quién ganaba o perdía en cada rodada. Un poco alejado de todos, un hombre me llamaba la atención. Con casi cincuenta años, la cabeza raspada y de complexión robusta, se mantenía impasible desde antes de que el barco zarpara. De piel morena, de bigote espeso y plateado, con arrugas típicas de la edad y del exceso de sol. Sentado en el suelo, recostado en la pared, mantenía los ojos cerrados y la respiración tranquila, como si nada a su alrededor tuviera la fuerza para hurtarle la tranquilidad. Sin embargo, algo más me intrigaba en aquel individuo. Yo tenía la nítida sensación de que lo conocía, solamente que no recordaba de dónde. 

El barco atracó en un puerto de carga, en medio de la nada, a aproximadamente media hora de la ciudad de Tánger. El traslado terrestre, hecho en bus en precarias condiciones de uso, estaba incluido en el precio del pasaje marítimo. No obstante, eran pocos buses para tantos pasajeros. Pronto se formó una enorme confusión para embarcar. A medida que llegaba al límite, partían. No fue difícil percibir que no habría lugar para todos. En el último bus dieron preferencia a niños y ancianos y como lo había imaginado, sobré. Garantizaron que los buses volverían para buscar a los pasajeros que habían quedado. Además de una gran área, en la cual almacenaban decenas de containers, un poco más distante había dos tabernas de pésimo aspecto. Aún así, me pareció mejor esperar allá a que el viaje prosiguiera.

Por dentro, la mejor de las tabernas era peor de lo que aparentaba, no solo por el aspecto físico, aunque estaba sucia y varias sillas estaban rotas, sino por la energía insalubre. Sentí un enorme malestar al instante que entré. En defensa, concentré mis pensamientos en situaciones de luz y protección. Este será siempre el mejor escudo. Aunque atento, me esforcé para mantenerme sereno. Busqué equilibrio entre la firmeza y a delicadeza. Al fondo del establecimiento, algunas mujeres se insinuaban; cerca de ellas, hombres sentados en la mesa fingían distraerse con una baraja. Claramente estaban con su atención volcada en los visitantes.

En el rincón opuesto, junto a una mesa, vi una silla desocupada. En la mesa estaba sentado el hombre robusto que creía conocer. Él estaba de espalda cuando me aproximé. Curvado, buscaba algo en una de sus mochilas. Le pregunté si podía sentarme y compartir la mesa con él. El hombre se giró y pude ver en sus ojos toda la calma de su alma. Una calma perturbadora por parecerme extraña a aquel hombre tan duro. Él autorizó con un gesto de cabeza. Más asustador fue cuando volvió a girarse y se agachó para continuar afilando un puñal. Enseguida, guardó la piedra de afilar en una de las mochilas y se acomodó el puñal en el cinturón del pantalón. Yo conocía la tradición de los hombres del desierto de usar una pieza de acero junto al cuerpo para absorber las vibraciones densas. Sin embargo, en aquel lugar, las amenazas físicas me parecían más peligrosas que las artimañas astrales.

Enseguida, hablé de la sensación que tenía de conocerlo, pero admití que eso ya me había ocurrido otras veces y, en la mayoría de los casos, no pasaba de impresiones sin sentido. Fue cuando él me sorprendió: “Estuvimos juntos en una travesía por el desierto hace algunos años. Recuerdo que usted quería encontrarse con el sabio derviche que vivía en uno de los oásis”. Hizo una pequeña pausa y reveló: “Yo era uno de los encargados de la seguridad de la caravana. No llegamos a conversar en aquellos días, pero compartimos algunas experiencias. Me llamo Zayn”. 

Sí, ahora me acordaba. Él era uno de los hombres de confianza del caravanero. Entre varias situaciones ocurridas, recordé una en la que Zayn, con la velocidad de un rayo, sacó el puñal y lo colocó en la garganta de otro encargado, por el hecho de haberlo provocado con un comentario jocoso. Zayn dijo: “Casi mato a aquel hombre. Habría sido una enorme bobada. Todo por causa de una mera ofensa; todo por causa del orgullo y la vanidad. Agradezco la interferencia del caravanero en aquel episodio”. En su voz no había orgullo ni vergüenza, solo la serenidad de aquellos que están en paz con el pasado. Volvió a hacer una pausa y adicionó: “En aquella noche surgió una bella mujer de ojos azules. Conversamos por largo tiempo. Ella me hizo entender que mi derrota no fue la ofensa recibida, sino cuando me perdí de lo mejor que había en mí y dejé que el odio tomara cuenta de mi mente y corazón. Cuando esto sucede, perdemos el control de la propia vida y lo entregamos a los lobos”. Lobos, se me hizo extraña la denominación. Él me explicó: “Es como algunos de nosotros en el desierto nos referimos a los espíritus que instigan nuestras sombras con el intuito de manipularnos. Ellos se alimentan de nuestros descontroles emocionales. Por ser de difícil percepción, se vuelve una cruel forma de dominación. Muchos individuos se creen valientes, pero no pasan de frágiles marionetas”.  Sin desviar sus ojos de los míos, confesó: “Yo ya me permití ese papel varias veces. No obstante, en aquella noche decidí nunca más perderme de mí”.

Me vino el dulce recuerdo de la bella mujer de ojos color lapislázuli y del caravanero, leales guardianes de la caravana por el desierto. Habían sido días de extremo aprendizaje y eficiente transformación, por lo visto, no solo para mí.

La conversación estaba amena; dije que buscaría una cerveza en el mostrador, quise saber si le podría traer un vaso. Agradeció y aceptó. Cuando regresé, le comenté que apesar de la apariencia árabe que poseía, se notaba que él no era musulmán, como la mayoría de los encargados de la caravana. Lo decía por causa de los preceptos que desaconsejan el consumo de alcohol. El hombre me aclaró: “En aquella noche, la mujer de ojos azules me dejó de regalo un libro de poemas de Rumi, el poeta Sufi”. Le pregunté si los sufis eran una vertiente del hinduismo. Zayn explicó: “Los sufis siguen todas las religiones y ninguna religión. Buscamos la verdad de la vida. Ella puede ser encontrada en la Biblia, en el Torá, en el Corán, en el Tao o en los Vedas, pues la verdad es apenas una y está en todo lugar, inclusive en esta taberna. Basta saber ver”. 

¿En aquella taberna? Me pareció un poco exagerado, pero no quise polemizar. Le pregunté si era adepto al sufismo. Zayn me sorprendió: “Lo intento, pero es muy difícil. Aún no lo logro”. Quise saber la razón, él aclaró: “El compromiso del sufi es con la propia conciencia, pues es el lugar donde germina la fé y encontramos a Dios. Aunque la fé sea importante, de nada vale si no me manifiesto en amor a cada gesto, a través de cualquiera de las virtudes. Solamente así podré intensificar la luz que me ilumina los pasos”. Bebió un sorbo demorado de cerveza y confesó: “Ocurre que todavía soy muy pobre en amor”.

Iba a preguntarle cómo hacía cuando necesitaba de dosis de amor que no tenía. Al final, no es a toda hora que encontramos una persona que se declara pobre en amor, al mismo tiempo en que reconoce la importancia del amor en la vida. Yo ya había visto personas reclamando que no tenían dinero, salud, sosiego y hasta amor, pero se lamentaban por el poco amor de los otros con relación a ellas. Admitir tener poco amor dentro de sí para compartir con el mundo, tal vez haya sido la primera vez. Aún así, eran palabras que no venían de un hombre agobiado o triste, sino de un alma que parecía en paz consigo mismo.

Iba a decirle que tal vez había alguna incoherencia en sus palabras, cuando fuimos interrumpidos por uno de los hombres malencarados de la taberna. Quedé tenso; percibí que aunque Zayn tenía una mirada atenta, las facciones permanecieron tranquilas, sin ninguna alteración. El sujeto indagó si estábamos interesados en adquirir algunas joyas. Sin tiempo para responder, el hombre abrió un estuche de terciopelo con varios anillos, pulseras, collares y relojes. A pesar de relucir como oro, nada de aquello me pareció verdadero. Con una postura agresiva, agarraba los objetos y los aproximaba de manera provocativa muy cerca de nuestro rostro, con la clara intención de amedrentar.

Percibí que Zayn no desviaba la mirada de los ojos del hombre. Era una mirada firme. No como un acto desafiante sino de coraje. El desafío refleja el orgullo de mostrarse mayor que el otro; el coraje solamente avisa que el miedo no existe y que no habrá sumisión. Como si dijese, ni mejor ni peor, apenas seré yo mismo; estoy aquí por entero. Quien ya vivió en las calles o enfrentó batallas, sabe que es más fácil enfrentar una pandilla quebrantada e insegura que un único hombre que esté por entero. Entero en sí, consciente de la fuerza inquebrantable de su alma.

En aquel instante percibí el tamaño de ese poder en Zayn. El hombre que intentaba vendernos las joyas también lo percibió. Tanto que no se preocupó conmigo. Por experiencia, él sabía que Zayn era oponente a ser vencido. Como permanecimos inflexibles, a pesar de su enorme insistencia, el hombre simuló que había desistido. Cuando comenzó a recoger las bisuterías de la mesa, que según él eran joyas, gritó haber desaparecido una cadena de oro con rubíes, la pieza más valiosa que tenía.

El sujeto hizo un escándalo como parte de la trampa. Se declaró robado por nosotros, pues todos en la taberna habían visto cuando colocó las joyas en la mesa. Hice mención de argumentar lo absurdo de la acusación, pero fui persuadido a mantenerme callado con un simple gesto hecho con la mano por Zayn. De hecho, la mejor palabra en aquel momento no servía de nada. Tambíen había otro recado en aquel gesto: Zayn podía no tener el control de la situación, pero permanecía dueño de sí.

Insatisfecho con la postura impasible de Zayn, el sujeto aproximó su rostro al de él, casi al punto de rozar sus narices. Pensé que la escena se repetiría cuando el antiguo encargado de la caravana, un hombre robusto, ágil y acostumbrado a luchar, sacaría el puñal que usaba en el cinturón y si no se lo clavaba, al menos se lo colocaría en el cuello al impostor. Confieso que llegué a pensar que sería un mal menor, una defensa legítima, ante el abuso y la amenaza real impuesta por aquel sujeto malintencionado. Sin embargo, estaban los cómplices de él que tal vez atacarían o tal vez retrocederían ante la posición letal que Zayn representaba. Si él repetía el gesto hecho en el desierto, las consecuencias serían imprevisibles. Si demostraba miedo, también.

Fueron apenas algunos segundos. Sin embargo, fue un tiempo que demoró mucho en pasar. La cobardía es peligrosa; el coraje, cuando no está ligado al amor, también. La cobardía cuando se convierte en agresividad causa tragedias. Todo malhechor es cobarde; cuando se vuelve agresivo, significa que el miedo fue tan grande que no cupo en sí. Lo que más asusta al miedo es depararse con el coraje del otro lado. 

Los buses que habían llevado al primer grupo de personas, regresaron y estacionaron al frente de la taberna. Un carro de policía los acompañaba por tratarse de una región peligrosa. Las personas dudaron en embarcar o esperar el desenlace del conflicto. El dueño del bar le gritó por el nombre al sujeto y le advirtió que no quería confusión con la policía. El hombre se alejó, no sin antes amenazarnos si nos volvía a encontrar de nuevo. Zayn estaba impasible, como si nada de aquello lo sacara del equilibrio mental y emocional. Sin quitar los ojos del sujeto, se terció las mochilas, una a cada lado y antes de salir le dijo al malhechor: “¡Gracias!”.

Al contrario de lo que se pueda creer, no era una provocación. Había sinceridad y gentileza en el agradecimiento. Una innegable y encantadora gratitud.

Nos sentamos lado a lado en el bus. Zayn se acomodó en la ventana. Aguardábamos la partida cuando otro hombre, desde fuera, se aproximó y le dijo con la evidente intención de ofender que éramos ladrones; que si dependiera de él nos habría requisado y nos habría dado una surra. Zayn no replicó en palabra. Apenas le entregó la misma mirada de compasión y coraje que le había ofrecido al otro en el bar. El hombre gritó para que todos oyeran la acusación hasta que el bus comenzó a andar. Zayn, en tono igualmente encantador, le murmuró a aquel hombre: “¡Gracias!”. 

Pasados algunos minutos del viaje permanecíamos en silencio. Zayn se distraía con el paisaje; yo pensaba en cómo una simple actitud, acompañada por una única palabra, había tenido una fuerza mayor que un largo discurso.

Sin embargo, a pesar de entender la fuerza nacida de la dignidad de Zayn – dignidad al mantenerse leal a sus valores y virtudes, aún ante el mal que lo tentaba y amenazaba –, quise saber la razón por la cual Zayn le agradeció a aquellos hombres que lo habían maltratado. Él arqueó los labios con una leve sonrisa y comentó con clara autoestima: “Yo vencí”. Enseguida, agregó: “En otros tiempos, yo no habría dudado en sacar el puñal y colocarlo en el cuello; tal vez rasgarle la carne si la situación se agravaba. Aunque él había sido agresivo y representaba una amenaza, estaba desarmado. No permití que el mal que estaba en él me contagiara. Así como el otro que me insultó hace poco. Podría devolver las ofensas o  bajar del bus para golpearlo. Yo no tendría ninguna dificultad en hacer eso, pero no permití que la oscuridad de ellos apagara mi luz”.

“Yo no los derroté. Vencí a mí mismo”.

“La vida los colocó en mi camino para probarme. Para saber si daría oído a mis sombras y abriría las puertas del templo para que los lobos entraran”, en ese momento apuntó hacia el propio corazón para indicar a qué templo se refería y continuó: “O me mantendría firme a los principios de la luz, expandiendo el poder de lo sagrado que habita en mí”. 

“Sin aquellos hombres no me sería posible intensificar esa luz. Por lo mucho que me permitieron, les debo mi sincero gracias”.

Comenté que notaba la honestidad en sus palabras. Percibía, también el enorme amor que Zayn emanaba. Le dije que él estaba engañado al creerse pobre en amor. El  hombre del desierto, fuerte y robusto, me contestó con dulzura: “No, Yoskhaz. Sería ilusión imaginarme diferente de lo que soy. Esto apenas dificulta mi caminada”. 

“El amor se manifiesta en gestos que brotan con naturalidad en el corazón, un sentimiento leve y espontáneo. Cuando actuamos por amor no se necesita raciocinar antes, pues estamos envueltos en esa fuerza arrebatadora. Hoy, al contrario de lo que piensa, no actué con ese sentimiento, pues el amor no apareció al inicio. Sentí rabia, me irrité. No obstante, ya reconozco aquello que no deseo más en mí. Fue preciso dominar el odio; mi odio. No lo hice a través del corazón, pues me faltaba amor. Si hubiera tenido amor en aquel instante, habría sentido compasión por aquel sujeto. Actué por intermedio de la mente, forzando en mis actitudes las ideas que deben enraizarse en mi ser, en forma de virtudes, porque me hacen bien, porque me iluminan. Solamente entonces, después de actuar de acuerdo con esa consciencia, el amor apareció. Así sucede, un poquito más cada día. El amor nace en la mente, como una elección, para después ser semilla y florecer en el corazón”. 

El bus llegó al destino. Nos despedimos deseando que volviéramos a encontrarnos en una de las muchas travesías que haríamos por el desierto. Divagué por las callejuelas antiguas de Tánger hasta anochecer. Tenía mucho en qué pensar. Aquel día me había ofrecido valiosas lecciones, a través de un maestro que no se veía como tal; por esto, tal vez, fue uno de los mejores.

Gentilmente traducido por Maria del Pilar Linares.

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