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El evangelio gnóstico (2)

El evangelio Gnóstico 2

Estaba en el monasterio hacía pocos días. Había ido para hacerle una breve visita al Viejo, el monje más antiguo de la Orden, y prolongué la estadía por causa de una invitación para frecuentar el simpósio sobre el Libro de Tomás, uno de los evangelios apócrifos. Denominación utilizada a los manuscritos milenarios de contenido cristiano sobre los mensajes o pasajes de la vida de Jesús, clasificados como inadecuados según los cánones de la Iglesia. También considerados gnósticos por ser sagrados para los adeptos de este segmento religioso, conocidos por el alto contenido de espiritualidad y buscadores de la verdad cósmica más allá de los estándares concebidos como únicos a la evolución personal. No por casualidad, me había encontrado con Federico, un monje de la Orden, director de una multinacional que había terminado el contrato con mi agencia de propaganda por el hecho de yo haber tomado vacaciones durante la fase de preparación de una nueva campaña, que hasta aquel momento venía siendo realizada por el equipo de creación, en el cual confiaba y acompañaba de lejos. El rompimiento contractual había sido superado por mí, pues se trataba de una elección consciente en no ceder a los deseos de Federico, que consideré como un despropósito inaceptable. Yo tenía que caminar de acuerdo con la luz de mi comprensión, jamás con los deseos ajenos. Una decisión acertada acompañada de un error, también practicado por mí, al intentar juzgar a Federico ante el Viejo. Fui aconsejado para no hacer más eso y me fueron ofrecidos valiosos y justos fundamentos para evitar ese vicio tan común. 

Tengo por hábito, desde niño, despertar muy temprano, de madrugada, con el cielo salpicado de estrellas. Aquel día no fue diferente. Me levanté y me dirigí hacia la cafetería del monasterio. Estaba vacía y el estimulante silencio de la noche, apenas arrullado por los agradables sonidos de los animales nocturnos de las montañas, me estimulaba a reflexionar. Preparé una jarra de café fresco, llené una taza y me senté en una mesa en el rincón. Yo había aprendido con Canción Estrellada que la oscuridad tiene la magia de mostrar con más nitidez dónde está la fuente de luz. Aquel día no fue necesario. Cuando yo comenzaba a pensar sobre la desavenencia con Federico, oí una voz serena detrás de mí: “¿Puedo acompañarte con el café y con los pensamientos?”. Era el Viejo.

Ambos teníamos la costumbre de estar de pie antes de que el día comenzara. Me alegré por la oportunidad de la conversación. Frente a frente, con dos tazas humeantes sobre la mesa, él bromeó: “Te ofrezco un pedazo de torta de avena para tus pensamientos”. Reímos. Le dije que reflexionaba sobre el vicio de juzgar a los otros a todo instante. En el intento de mostrar que había aprendido la lección contenida en aquel episodio, yo dije: “Juzgar a alguien trae una inevitable carga de injusticia por varias razones. Poco conocemos aún a aquellos que conocemos bien. Por tanto, es muy difícil comprender todos los motivos de las decisiones ajenas. Como pretenciosos enjuiciadores, tenemos que entender nuestras propias limitaciones según la exacta percepción de todas las circunstancias que envuelven cualquier hecho. Hay que tener humildad para aceptar en nuestro análisis las influencias indebidas de nuestras frustraciones, tristezas, miedos y egoísmo. Esto nos hurta la claridad para pensar y roba el perfecto sentido de justicia. Cuando juzgamos apenas el hecho aislado, sin considerar el entero contenido que mueve a un individuo, analizaremos la parte sin llevar en consideración el todo. Será siempre un error. No podemos olvidar que hay más vida dentro de cualquier persona de lo que nuestra imaginación puede alcanzar”.

El Viejo frunció el ceño y dijo: “Es muy importante esa última frase que mencionaste: Hay más vida dentro de cualquier persona de lo que nuestra imaginación puede alcanzar. Sí, es verdad. Los microcosmos personales son vastos. Este es el motivo por el cual debes admirar a Federico”. Discordé de inmediato. Expliqué mi espanto: “Yo lo perdoné. Eso bastaba. Algo muy diferente a nutrir admiración por un sujeto innegablemente arrogante y vanidoso”. El monje bebió un sorbo de café, hizo un breve silencio como quien escoge las palabras adecuadas y ponderó: “Percibo dos cosas con esta actitud. Volviste a hacer el mismo juicio de antes. Y, al contrario de lo que crees, no lo perdonaste. Tu declaración de perdón no va más allá de un acto de pretenciosa superioridad, movida por igual orgullo que repudias. Tú ya entendiste la cuestión, pero aún no la superaste”. Volví a discordar. Argumenté que apenas había presentado los motivos por los cuales yo no apreciaba mucho a Federico. Admiraba a grandes maestros como Jesús, Buda, Gandhi, Luther King, Lao Tsé, Francisco de Asís, Confucio, Epicteto, Sócrates, todos sábios consagrados, además de algunos desconocidos ante el mundo, como él mismo, Li Tzu, Canción Estrellada y Lorenzo. 

Agregué: “Imposible admirar a una persona difícil, complicada y repleta de sombras, como Federico”. El monje iba a exponer su punto de vista, cuando fuimos interrumpidos por los cocineros que llegaban para preparar el desayuno del monasterio. Enseguida, otros monjes también entraron y se acercaron a saludarnos. Algunos tenían asuntos pendientes para resolver con el Viejo sobre las tareas del día. La conversación fue interrumpida. O noTal vez el asunto estaba terminado, pensé. Por primera vez tuve la convicción de que mis argumentos eran más claros y sensatos que los del Viejo. Terminé mi café sin prisa, saboreando la enorme satisfacción intelectual que sentía. Después, me dirigí al auditorio para una charla más sobre el Evangelio de Tomás.

El aforismo gnóstico abordado aquel día fue el ochenta y ocho: «Los arautos y profetas estarán con vosotros y os darán lo que es vuestro. Dadles también lo que es de ellos”.

Ante el silencio absoluto después de oír la sentencia de Jesús anotada por Tomás, el Viejo inició la explicación: “Arautos eran los antiguos encargados de las proclamaciones solemnes, noticias y comunicados oficiales en plaza pública. En el texto tienen la connotación de mensajeros celestiales. Los profetas, entre varias interpretaciones cabibles en el aforismo, aparecen como los decodificadores de las leyes cósmicas, aquellos que comúnmente llamamos maestros por enseñar algo esencial para el Camino”.

“Para aquellos que aguardan el descenso de los ángeles al son de trompetas para anunciar los mensajes divinos o esperan la revelación de una profecía asombrosa para que ocurra la transformación planetaria, una atrasada noticia: los profetas están entre nosotros hace mucho tiempo y, aún más, nosotros también somos ellos. Los mensajes están por toda parte, disponibles todo el día”. Hizo una pequeña pausa para explicarse mejor: “Arautos y profetas pueden hablarnos a través de los labios de cualquier persona y los mensajes están en todos los lugares. Así como, a veces, están en y somos nosotros”.

“Las comunicaciones entre los planos visible e invisible es incesante y posee infinitos canales”.

“La verdad universal se manifiesta en los detalles de todas las situaciones. En todo lugar será posible encontrar la belleza y la verdad de la vida. En el canto de los pájaros, en el murmullo bucólico del riacho, en el encanto del sol naciente y en la música que nos toca el corazón. También hay que encontrar la misma verdad en los ojos tristes de un niño, en el cuerpo quebrantado de un anciano, en el rostro sudado de un trabajador. En la oración esperanzadora de una madre, en los brazos fuertes de un padre, en la risa alegre de todos los hijos. En las lágrimas de todos los hombres, aparentemente insensibles, y en la fuerza inquebrantable de las mujeres, supuestamente frágiles. En la mesa de una familia y en el plato sobre ella, a veces lleno, otras vacío”.

“La verdad también está en el ruido ensordecedor de los motores, en el aire contaminado de las metrópolis, en los rincones húmedos, en los cuartos oscuros, en las calles peligrosas, en el grito silencioso de socorro de aquellos que nos rechazan, en el miedo que lleva al deseo de dominar la voluntad ajena, en la ignorancia de los que creen haber encontrado la felicidad en la práctica de la maldad. En la guerra y en la paz. En cualquier situación es preciso encontrar motivos de admiración, aunque sea por el lado inverso de aquel considerado como el camino tradicional y repleto de virtudes. Es imprescindible percibir dónde está escondida la luz en cualquier situación. Jamás se detengan en la apariencia, en general un mensaje precipitado enviado por el cerebro con ramificaciones neuronales formadas por miedos y preconceptos ancestrales. Un condicionamiento tan arraigado que demoramos para percibirlo”. 

El Viejo hablaba sin mirarme, pero era imposible no percibir la continuidad de nuestra conversación en aquella mañana. Él prosiguió: “Admirar la belleza y la pureza, cuando son expuestas a los ojos comunes, no exige mayor dificultad. La razón de estar allí es para que nadie dude de su existencia. Amar a quien nos ama, aunque sea maravilloso, no hace a nadie virtuoso. Aún los débiles y tontos lo logran con facilidad. El amor como virtud está en el gesto de encender una linterna en la oscuridad de la noche aterrorizante. Es necesario encontrar dónde está adormecida la belleza entre las paredes gruesas y opacas de las sombras”. 

“Antes de rebelarse contra la insensatez ajena, un recordatorio valioso: no lo duden, existe mucho sufrimiento e incomprensión en el corazón de quien comete un error, aunque sea inconsciente”.

“Las trompetas de los ángeles que la humanidad tanto aguarda, ya retumban hace siglos. En nosotros, entre nosotros y a través de nosotros. La belleza del mensaje y la verdad de las leyes universales están presentes todos los días y contenidas en pequeños gestos y palabras simples”. 

Ante un evidente desconcierto del auditorio común cada vez que, como en un cuento infantil, nos negamos a aceptar que todos los reyes están desnudos, él continuó su raciocinio: “La admiración es un presupuesto indispensable para el amor. No podremos amar sin admirar”.

“Si el punto más alto de la ley mayor consiste en amaral prójimo como a sí mismo,es preciso encontrar en todas las personas algunos atributos admirables. Aunque sean virtudes escondidas, cualidades ocultas, características embrionarias capaces de motivar el inicio del proceso de evolución. Muchas veces están solamente a la espera de reconocimiento como forma de incentivo a la transformación. Admirar a los otros revela un enorme talento personal. La incapacidad de percibir la luz existente en otra persona demuestra el grado de oscuridad en el cual un corazón se encuentra”.

            “Vale resaltar que eso no significa ignorar el error o ser permisivo con la maldad. Al contrario, el mal debe quedar estancado, así como el error necesita orientación. Los límites en las relaciones interpersonales son esenciales para la preservación del individualismo y la personalidad, sin los cuales no existe cualquier relación saludable. Créanme, establecer límites es un arte delicado, pero indispensable. Si, de un lado la permisividad es nociva, del otro, el rigor excesivo tampoco es bienvenido a la luz. Necesitamos relaciones justas. Por tanto, el amor es indispensable. De lo contrario, será apenas un acto devolutivo traducido en abominable venganza. Toda decisión debe tener carácter educativo, sin el cual no existirá justiça”. 

“Como no habrá evolución sin la ampliación de la capacidad de amar, será imposible cualquier avance sin entender la verdadera importancia de la admiración. En ella está el arte contenido en los papiros de los arautos y en las trompetas de los profetas”. 

“Sin embargo, hay que estar atentos para no confundir brillo con luz, o sea, idolatría con admiración. Admirar es la capacidad de encontrar las virtudes ajenas, incluso aquellas todavía en potencia. Idolatrar es dejarse llevar por los engaños y sombras de otra persona. Esto es muy común cuando somos conducidos por miedo o ignorancia. Sea por causa de un trauma, sea por razones socioculturales, permitimos la perpetuación de terribles abusos emocionales. Para huir de las elecciones, herramientas evolutivas esenciales, nos dejamos llevar por la adoración que provoca la idolatría como instrumento de dominación. La consecuencia inevitable será la continuidad del sufrimiento hasta que el oprimido logre entender el consentimiento que él mismo dio para poder liberarse del yugo. En casos extremos, se idolatra a sí mismo, en el ápice del orgullo. Una grave enfermedad existencial que lleva al ego a suprimir o anular casi que totalmente al alma, parte crística y sagrada del mismo ser. En estos casos, por la imposibilidad de sostener la posición por mucho tiempo, el individuo será llevado a los extremos abismales ya sea de agresividad o de tristeza”. 

“Así como es necesario fomentar las virtudes para que se manifieste la luz en sí y que esta sea percibida en los otros, es indispensable ampliar la consciencia para entender tanto la luz escondida en las sombras como las tinieblas disfrazadas de luz. Caso contrario, como lo enseñaba el mismo maestro de ese evangelio, un ciego conducirá a otro ciego al precipicio. Seremos ciegos guiados por otros ciegos cada vez que evitemos el ejercicio de pensar fuera de los patrones o de pasear fuera de la caverna para conocer el sol, como escribió Platón en su famosa alegoría. Cuestionen siempre, desháganse de condicionamientos, destruyan los preconceptos. Estudien, desmonten y recreen a su manera. Busquen la propia verdad, encuentren al maestro dentro de sí mismos y alinéense con las virtudes. Vivan bien con esto, sin embargo, no se acomoden a esto. Todos los días, sin prisa ni afán, expandan las fronteras de la consciencia. Este es el libre pensar. Aplicado a sus elecciones, se construye el pleno vivir”. 

“En fin, manténganse atentos y sensibles. No todo lo que reluce es luz. De otro lado, en el fondo de toda oscuridad existe una vela a espera de la llama que la encienda. Por más que corresponda a cada persona la propia iluminación, podemos mostrar cómo se usan los fósforos, al revelar la sincera admiración que percibimos en todas las personas”.

Enseguida concluyó el raciocinio para cerrar la clase: “Entorpecemos la propia existencia cuando nos negamos a reconocer la belleza de alguien. Sin admiración no hay amor. Sin amor ningún perdón es verdadero. Sin perdonar nunca seremos plenos, pues no habrá paz, felicidad, libertad ni dignidad al negarse a reconocer en los otros la luz que ayuda a iluminar el mundo en el que también vivimos. Seguiremos dentro de la caja en la que un día nos colocaron, creyendo que las paredes que nos limitan son las fronteras finales del universo. Caverna dulce, amarga prisión”.  

En muchos monjes que asistieron a la conferencia quedó un desconforto. Fue Federico quien lo manifestó al decir que la admiración estaba conectada a una vida más allá del promedio, merecida a aquellos que se destacan en sociedad por sus hechos extraordinarios, o sea,  a aquellos que llevan una existencia de manera memorable, más allá del nivel que una persona común suele alcanzar. Sí, él tenía razón. Esta había sido la misma conclusión a la que yo había llegado por la mañana en el comedor. El Viejo arqueó los labios con una sonrisa casi imperceptible, como si ya esperara tal cuestionamiento. Él explicó: “Admirar a un valiente bombero que enfrenta el peligro de las llamas para salvar a una víctima, a un psicoanalista que logra abrir las puertas del inconsciente que aprisiona al paciente, a un neurocirujano que devuelve los movimientos de un accidentado condenado a la parálisis, a un cineasta que lleva al espectador a un viaje inimaginable para conocer las profundezas de las emociones, a un poeta que tiene el don de hablar con las palabras que tocan al corazón, son algunos de los casos más comentados y, sin duda, merecedores de aplausos. No obstante, hay mucho más.  Recuerden al barrendero que ofrece una ciudad limpia, al policía que permite una noche tranquila, a la profesora que presenta los encantos del conocimiento para la formación de sus alumnos, al panadero que comenzó a trabajar de madrugada para que tengamos pan fresco al despertar, al obrero que irguió el techo que nos abriga, al conductor de bus que lleva con seguridad a aquellos que amamos”.

“El mundo está repleto de hombres y mujeres merecedores de la admiración de todos. Basta ver para encontrarlos. La admiración no debe estar restringida a los hechos extraordinarios, bajo el riesgo de tener poquísimas personas para admirar; por tanto, para amar. Más triste será percibir la restricción que nos imponemos al establecer tan riguroso criterio. Estrechamos las razones para ser admirados y amados. Por paradoja, somos nosotros quienes impedimos el amor que tanto nos hace bien. Creamos los abismos que nos alejan del mundo por exigir a los otros la perfección que no somos. El abandono es una autocreación, resultado del ejercicio de la intolerancia y de la inercia”. 

Dadles también lo que es de ellos, enseña la parte final de la frase del evangelio apócrifo. Absurdamente, exigimos una perfección que no tenemos para ofrecer. Al negar la admiración, nos volvemos más pobres. Reclamamos de la falta de amor, pero le cerramos las puertas al amor. Lejos de mí, distante del mundo”. 

“En la simplicidad de todas las cosas reside la verdad de la vida. La capacidad de admirar lo ordinario permite percibir la belleza que hay tras las cosas aparentemente banales. La grandeza existente en los pequeños gestos enseña sobre la riqueza de la humildad. La realeza se expresa a través de las nobles virtudes típicas de las personas comunes. La admiración extraída de las situaciones de lo cotidiano permite invertir el proceso de aislamiento personal, al construir los puentes que nos llevarán a atravesar los abismos de la existencia. A través de éstos llegaremos a los otros; por éstos, ellos también vendrán hasta nosotros. Más importante, a medida que ese ir y venir se intensifica, aumentan las oportunidades para que cada uno se encuentre consigo mismo, ampliando las posibilidades de una linda comunión”. Hizo una pausa y explicó: “La palabra comunión posee el exacto significado de esa fantástica experiencia existencial: ser común en uno. Ser capaz de verse en el otro y también que se vea en sí. Los conflictos nacen de las diferencias. Las diferencias existen apenas para mostrar las partes que nos faltan y todavía no entendemos”.

“Ese es un portal dimensional. Todos los días, sin excepción, este se abre. Atravesarlo es una elección”.

Enseguida, finalizó: “Admirar un lindo árbol frondoso, repleto de frutos y colorido por sus flores, es encantarse con la obra lista. Sin embargo, es de innegable belleza e indispensable reverencia, pues este logró atravesar las intemperies del clima y superar el ataque de las hierbas dañinas, se trata de una admiración que no requiere mayor dificultad. Lo sagrado, o sea, el misterio de la vida, está en la capacidad de ver este enorme árbol cuando todavía duerme dentro de la cáscara de una pequeña semilla”.

Federico levantó la mano para hacer una pregunta. Yo también quería exponer una idea. No hubo tiempo. Oímos la campana del comedor llamando para el almuerzo. Estuve observando a todos los monjes salir del recinto, entre ellos, el Viejo. Él seguía con sus pasos lentos, pero firmes.

Gentilmente traducido por Maria del Pilar Linares.

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